Polux Alfredo García Cerda
Autor/ Author
Polux Alfredo García Cerda Universidad Nacional Autónoma de México
Recibido: 22/08/2024 Aprobado: 30/11/2024 Publicado: 29/01/2025
A continuación, se ofrece un esquema de interpretación histórica sobre las representaciones éticas que ha tenido el vino, en tanto objeto cultural pensado por autores de la Tradición clásica de cuño grecolatino. Siguiendo la perspectiva de Historia de las Ideas Filosóficas, se plantean tres momentos clave (antigüedad, medievo y modernidad), en los cuales dichos autores aportaron reflexiones que tuvieron una recepción plural en otras épocas. Al final, se ofrece un decálogo inspirado en el recorrido histórico-filosófico esbozado con el objetivo de estimular nuevas reflexiones sobre los objetos culturales que han configurado la moralidad con el paso de los años.
En el presente ensayo se planteará un esquema de interpretación histórica para rastrear e identificar las distintas concepciones filosófico-morales del vino, entendiendo éste como un objeto cultural históricamente generador de prácticas
de socialización y razones orientadoras de la vida cotidiana. Desde un entrecruce de dos perspectivas (por un lado, la historia de las ideas y, por el otro, el estudio de la tradición clásica), el esquema pretende reconstruir algunos nexos significativos entre la filosofía moral y la literatura clásica para centrarse en el vino como objeto cultural ubicable desde una triple periodicidad: Grecia y Roma Clásicas, Edad Media y Modernidad.
Del primer periodo se destacará, desde la mitología, la presencia del pedagogo de Dionisos, Sileno. La función de Dionisos, más tarde Baco en tiempos de Roma, fue fundamental para instaurar en la cultura grecolatina algunas representaciones clave sobre los usos culturales del vino. Posteriormente, se abordarán los significados del uso del vino en tres pensadores clásicos griegos (Platón, Aristóteles y Epicuro), además de dos romanos clásicos (Plutarco de Queronea y Séneca).
Para el medievo hubo un cambio de concepción del vino que habría sido determinantemente incentivado por el catolicismo. Ello será atendido en dos pensadores clásicos de dicha tradición, Clemente de Alejandría y San Agustín. Finalmente, la presencia cultural del vino en la tradición clásica fue recibida en la modernidad por un escritor francés quien fuera un acérrimo crítico del legado grecolatino y medieval. El objetivo de su mordaz crítica era situar al vino en la centralidad de sus ideas filosófico-morales y literarias.
El recorrido histórico en tres grandes momentos pretende también aportar un punto de vista innovador vinculado al estudio filosófico de los afectos, pues en ellas el vino habría encauzado o acotado los carriles morales de lo que conocemos hoy como una vida orientada racionalmente por placeres y restricciones, entre consejos y autolimitaciones. Esto invitaría a realizar investigaciones históricas, filosóficas y literarias de conceptos que pueden rastrearse más allá de la coyuntura actual.
De perogrullo podría afirmarse que el vino ha estado presente en la formación de sociedades antiguas y modernas, incluso en la historia de la cultura que ocasionalmente llamamos universal; no obstante, carecemos de una historización rigurosa, pero sin prejuicios. Vinculado con emociones como la jactancia, la vergüenza
o el gozo, dicho objeto cultural cobra relevancia histórico-filosófica cuando el estímulo
o prohibición de su consumo se ha justificado en discursos y prácticas de ascetismo
o hedonismo, de estoicismo o cinismo, por mencionar únicamente a las corrientes éticas más destacadas del mundo grecolatino.
De momento, baste recordar que en un Banquete clásico se afirmó que los niños y el vino siempre son veraces (oínos kaí paídes alétheís) (Platón, 1988a, 217e). Además, para Clemente de Alejandría, todo ser humano es un niño (paides) ante Dios y la buena conducción de estos a la virtud es la pedagogía, de manera que Dios, al conducir moralmente a la humanidad, tiene la función de pedagogo en tanto guía moral único (Clemente, 1988, I, 16, 1). Luego, la combinación de ambas premisas aporta preguntas de naturaleza histórico-filosófica como las siguientes: ¿fue el vino un objeto moralmente presente en la orientación de discursos y prácticas culturales? Y si el vino ha acompañado el pensamiento ético desde una formación en virtudes, la
pregunta central sería: ¿qué función social ha tenido el vino en torno a una historia
de la ética dentro de los límites de la tradición clásica grecolatina?
La resolución de lo anterior exige entender como problema de estudio a la ausencia de una labor heurística sobre aquella temática, por lo que se requieren investigaciones históricas interdisciplinarias para indicar que el vino, como objeto cultural, y sus concepciones morales, podrían haber estado presentes en tal tradición a través de ciertos autores clásicos. Ya que una búsqueda sin horizonte de inteligibilidad conlleva a emprender una ruta metodológicamente caótica, se tomarán como referentes empíricos a textos clásicos producidos desde la Grecia clásica hasta un pensador moderno, influenciado por ella que pudo haber entendido al vino como objeto receptor de concepciones morales.
De esta manera, se conformará un esquema de interpretación histórica en torno a la idea del vino como objeto cultural, entendiendo a la historia de las ideas como un enfoque histórico-filosófico ecléctico que sigue tres operaciones metodológicas fundamentales: ubicación del objeto, identificación del método y exposición de los fines de indagación. En añadido al método, la indagación tendrá por eje el estudio de la tradición clásica, así como estos autores, libros, ideas y vocablos que son releídos fervorosa y misteriosamente por varias generaciones con el fin de encarar la crisis cultural de su tiempo (García, 2021).
El esquema interpretativo se planteará en el entrecruce de dos ideas, la de ética y la de vino, es decir, entre la disciplina que estudia lo moral como dimensión constitutiva de lo humano y la segunda como objeto aludido en prácticas educativas y rituales de iniciación. Por ello, se tomará como punto de partida a la figura de Sileno, quien fuera pedagogo de Dionisos (aquel dios del vino que tiene el poder de ambientar todo banquete, como el referido a Platón). Asimismo, se elegirá como destino a François Rabelais, un escritor francés, influenciado por Platón, quien fuera autor de Gargantúa y un Tratado sobre el buen uso del vino. Inspirados en la clasificación de tres vinos (espumoso, de meta y fortificado), se identificarán fuentes histórico- filosóficas donde se haya mencionado o aludido la función moral del vino en tres temporalidades fundamentales (antigüedad, medievo y modernidad).
Como creación cultural de usos rituales, el vino tiene orígenes múltiples, aunque se remonta efectivamente a dos civilizaciones originarias, Mesopotamia y Egipto. Posteriormente a ellas, los griegos simbolizaron el producto de la vid con un icónico hijo de Zeus: Dionisos, entre los helenos y Baco, entre los romanos. Este fue formado moralmente por Sileno, un pedagogo “[…] que era su consejero e instructor en las más hermosas actividades y contribuyó en gran manera a la excelencia y fama de Dionisos” (Diodoro, 200: 82, 4, 3-4). Recibiendo el arte vinícola del más anciano y sabio de los sátiros, Dionisos fue modelado en la mitología clásica como un bebedor empedernido, al mismo tiempo que se le describe llevando placeres y dádivas carnales a quienes ansiaban distanciarse del mundo.
Siguiendo esta línea de tradición, un personaje que fue identificado como gran dionisiaco fue Pitágoras. Del filósofo se afirmaba categóricamente que “[…] vivió
dentro de un tonel, bebiendo vino de Falerno” (Rabelais, 2009, 19). Esta bebida era un vino blanco dulce cuyo sabor era peculiarmente explosivo en el doble sentido, pues además de sabroso era altamente inflamable (Plinio, 2010, XIV, 5, 53). Aunque el vino consumido en exceso tiende a causar actitudes morales deplorables como la insolencia y la anulación de los sentidos (Hesíodo, 1978, 239), el creador de la primera noción de virtud afirmaba que: “No hay que descuidar de ningún modo la salud del cuerpo. Así, se le ha de dar con mesura de beber y de comer y los ejercicios que necesite” (Vasconcelos, 2012, 29).
Tal era la inclinación a una dualidad, vino y virtud, los cuales fueron elementos concurrentes en las reflexiones de Sócrates, el más fermentado símbolo del amor pedagógico y “[…] representante de la única dirección espiritual que se hallaba en condiciones de detener por algún tiempo la caída de los Estados griegos” (Dilthey, 1942, 52). En palabras del hermeneuta alemán, este tipo de amor era muy efectivo para Sócrates porque le permitía penetrar intelectualmente a los jóvenes que asistían a eventos culturales formidables como el banquete platónico donde el vino estimuló las ideas.
Pero no fue en ese diálogo platónico, sino en La República, donde un utópico y dionisiaco Sócrates pensó cómo debía ser el perfil ideal de ciudadano en plenitud: “Coronados de flores, beberán vino y entonarán himnos a los dioses, con el recojo de estar en compañía” (Platón, 1988b, 372b). En realidad, en el siglo IV a. C., el vino apareció en la escena filosófica popular mientras Platón destinó su pensamiento ético combinando la teoría de los metales (cobre al pueblo, plata a los guardianes y oro a los filósofos) y la formación en virtudes como ejes para devolver la gloria a la polis ateniense. Se intuían tiempos de crisis moral y comenzaban a faltar los referentes éticos.
En la paideia, la formación de jóvenes sería la plataforma moral para construir la polis y si los futuros ciudadanos no habían sido preparados rigurosamente para dominar los placeres, el vino no se les debía ofrecer por el peligro de “[…] llevar fuego sobre fuego al cuerpo y al alma” (Platón, 1988c, 666a). Por tal motivo es que solo los ciudadanos, entendiéndolos también como seres política y económicamente solventes, podían beber y, todavía más que ellos, estaban los ancianos, pues podían consumir vino con el propósito dionisiaco de rejuvenecerse.
En torno a la concepción platónica del vino, podemos encontrar dos concepciones que se distancian del idealismo y se aproximan (incluso se instalan) en el materialismo moral. Primero, sobre el uso del vino en los futuros ciudadanos, la Ética aristotélica coincidía en que sólo el hombre prudente (o phrónimos) era el único ser moralmente capacitado para consumirlo, porque éste sabía disfrutar adecuadamente los placeres sabiendo que el fin de su consumo era habituarse al discernimiento de sabores (Aristóteles, 2012, 1107a y 1118a). Sin duda alguna, Epicuro concordaba con el Estagirita en que la felicidad era el fin supremo de la humanidad, pero contrario a éste afirmaba que los placeres se manifestaban en distintos grados.
Para el filósofo de Samos, si el vino era un objeto que acarreaba placeres, tampoco pensaba que su consumo era el fin de la existencia, como tampoco lo eran las mujeres o las fiestas. Más bien, toda aproximación a estos placeres acaso se podría comparar remotísimamente con el sobrio ejercicio del pensar, aquella actividad que nacía de
la compañía de los amigos (Epicuro, 2012, 132). En su Carta a Meneceo, despreció todo consumo guiado en el exceso porque esto privaba del placer máximo, que es compartir entre amigos. Por eso sugería ser antinatural beber en soledad o bien en aislamiento total. Debido a esta situación, cuando el gran exponente del hedonismo vivió el desahucio (luego de una vida morigerada sustentada alimentariamente en queso y agua), un filósofo inglés afirmó que al final de su vida aquel “[…] ahogó su estómago y sus sentidos con gran ingestión de vino” (Bacon, 1986, X, 7).
La crisis moral helénica devino en una caída descomunal. Tras la decadencia política de las poleis, que en otros tiempos habían sido imponentes, Roma asimiló culturalmente toda forma de pensar la vida y moral que tuviera cierta semejanza con el naciente estilo de vida frugal buscado y tergiversado por la élite romana. Por eso se volteó vivencialmente la mirada a éticas hedonistas como el epicureísmo. No obstante, quienes se volvían epicúreos lo hicieron por moda, pues ignoraban que el filósofo de Samos dedicó su vida racional al uso de placeres. A final de cuentas, el epicureísmo terminó siendo tergiversado por exclusivos sectores políticos emergentes que anhelaban justificar los excesos, la acumulación de riqueza y las frivolidades.
La aguda dimensión de esta crisis moral motivó a que Plutarco de Queronea, filósofo de formación platónica y aristotélica, diera algunos consejos para erradicarla. Ya que el vino debía ingerirse cuidadosamente, porque la embriaguez debía evitarse a toda costa, en Sobre la educación de los niños, se ofreció un consejo del siglo I. d.
C. que se situaba primordial para la crianza como espacio de moralización: “[...] los hijos, cuyos padres hicieron en medio de la borrachera el principio de la procreación suelen ser afectos al vino y dados a la borrachera” (Plutarco, 1986, 1).
La educación era, en términos plutarquianos, el único bien divino al que podía acceder la humanidad; por ende, su dirección debía estar en manos de los más excelentes formadores morales, como el homérico Fénix, pues solo ellos tenían un conocimiento ético profundo sobre el vino y las virtudes que implicaban su mesura. Pero la crisis moral continuó y, ya en una Roma profundamente corrupta, Séneca (1986, LX) hizo de Epicuro su formador moral para aprender a gozar mesuradamente de los placeres elevados hasta el final de su vida: “A los aficionados al vino les deleita la última copa, aquella que les pone en situación, que da el toque final a la embriaguez.
/ La mayor dulzura que encierra todo el placer la reserva para el final” (Séneca, 1986, XII). De este filósofo romano se puede aprender que, en términos filosófico-morales, cuidar los saberes es, en efecto, proporcional al cuidado de los sabores, porque la verdadera humanitas está muy lejos de las artes liberales que producen sensaciones absurdas como la banalidad y pedantería.
Cuando el cristianismo ganó la primacía política en una Roma hundida en crisis, la vid fue un símbolo de abundancia, pero se trataba de un símbolo mestizo porque combinaba propiedades morales de la figura de Cristo, pero potenciadas con el complejo legado ético de la filosofía helenística. Al respecto, todo se entendió de la siguiente manera: “[…] da vino, como el Logos da sangre, y ambas son bebidas
saludables para el hombre: el vino para el cuerpo, la sangre para el espíritu” (Clemente, 1998, I, 15, 3). En la transición de la paideia ateniense a la paideia christi, el filósofo alejandrino aconsejaba platónicamente el uso del vino como fármaco de templanza, siempre y cuando sea consumido por mayores de edad (Clemente, 1998, II, 20, 2-3). Pero ante esta actitud moral se contrapuso otra.
Al instaurarse los feudos (como elemento de una reorganización política, social y cultural), la economía monástica precedió un auge de la cultura letrada y sus copistas. Mientras se empobrecía la cultura popular en escuelas que no enseñaban primeras letras, las masas campesinas accedieron más bien a una instrucción deficiente (Ponce, 2012, 102-103). Así comenzó una sociedad diferenciada por estamentos, con severas diferencias entre los dueños de las tierras y la servidumbre. En ese sentido, el uso ascético del vino y la difusión del cristianismo trajeron un desprecio casi absoluto de la corporalidad y de todo hedonismo que la inspirara.
Unos siglos bastaron para que la distinción entre vino deleitable (como la sangre de Cristo) y vino deleznable (en tanto fuente de embriaguez) inspiró a que San Agustín censurara la enseñanza petulante de las letras humanas: “No condeno yo las palabras, que son como vasos selectos y preciosos, sino el vino del error que maestros ebrios nos propinaban en ellos, y del que si no bebíamos éramos azotados, sin que se nos permitiese apelar a otro juez sobrio” (Agustín, 2001, I, XVI, 26). En sus Confesiones se atestigua el desprecio del vino por ser fuente de lujuria y dipsomanía, dos prácticas que contrariaban la cristiandad y la instauración del reino de Dios en la Tierra.
Esto impuso prejuicios ampliamente generalizados sobre las concepciones morales del vino entre los siglos IV a XI, pero la dipsomanía y la lujuria se hizo presente, por ejemplo, en los gremios universitarios donde se hicieron famosos los goliardos, es decir, un canto de letrados vagabundos cuya leyenda los volvió temibles en las cantinas populares. Así, el vino protagonizó uno canto medieval famoso: “Dios, tú que has creado a los labriegos para servir a caballeros y escolares, y has puesto en nosotros odio hacia ellos: déjanos vivir de su trabajo, gozar de sus mujeres y regocijarnos en ello, y darles muerte, en fin: por nuestro señor Baco, que bebe y alza su vaso, por los siglos de los siglos, amén” (Messer, 1935, 150). Lo anterior puede entenderse como un síntoma de un escenario de decadencia moral que se vivía en las universidades, pues, cual si fuera vino, se abusó del conocimiento memorístico, tal que a finales del siglo XII llegó a convivir la más pedante escolástica con los excesos de estudiantes burgueses.
El surgimiento de la burguesía cambió la fisonomía moral de las sociedades entre los siglos XIII y XIV. Desde la Vulgata se condenaba a quien se entregara al vino pues jamás sería prudente (Proverbios 20, 1), aun cuando Jesucristo hubiese transformado el agua en vino en la famosa boda de Canán (Juan 2, 9). Incluso, podía pensarse que aún era racionalmente insuficiente su uso entre el pueblo llano, a pesar de que Jesús hizo de su sangre la bebida sagrada de la última cena. En medio de esta interpretación, un literato y médico francés de vinatera pluma disintió.
Con gran habilidad para combinar erudición e ironía mordaz, François Rabelais
concilió lo prudente y lo grotesco, pues los placeres del cuerpo, la fiesta popular y las humanidades sabedoras de la naturaleza podían moralizar la cultura de su tiempo. En su libro más popular, Gargantúa, se indican algunas trazas de dicha moralización a partir de la educación humanista que habría de seguir un gigante (entiéndase, un burgués). Cuando dio a luz la madre, en lugar de chillar como cualquier otro bebé, Gargantúa gritó “A beber, a beber” (Rabelais, 2007, 17). Así nació un bebedor descomunal y maleducado, por lo que su padre, Grangaznate, lo puso bajo la guía moral de sofísticas rutinas verbalistas y escolásticas dadas por mateólogos.
Siendo unos “[…] vanos, charlatanes, pedantes, profesores de cosas banales” (Rabelais, 2007, 566), los mateólogos representaban la absurda formación moral medieval trasmitida en universidades como la Sorbona de París. Ya que los sorbonistas odiaban la vida y enseñaban con métodos pésimos, un pedagogo disolvió la viciosa educación del gigante. Ponócrates (“hombre muy laborioso”) le diseñó una especie de plan de estudios personalizado a Gargantúa para formarlo moralmente en virtudes: primero, observó todos sus excesos para orinar, maldecir, comer, eructar, etc. Luego, le purgó con eléboro, una flor que servía para olvidar las vanas enseñanzas. Como toda medicina, la dosis debía ser doctamente suministrada porque, de otro modo, le hubiera borrado todo recuerdo (o criterio moral) y dado una enorme jaqueca.
Por último, Ponócrates planeó e instrumentó actividades científicas y morales basadas en conocimientos útiles y modernos acordes con su estatus de nobleza: se despertaba puntual por las mañanas, seguía una estricta serie de ejercicios, leía textos clásicos que su pedagogo le ayudaba a comprender, observaba su entorno con atención científica, tocaba instrumentos musicales y deducía nociones astronómicas y físicas con precisión. Paralelamente, jugaba con libertad, ejercitaba sus dotes oratorias e históricas “[…] hasta el momento de beber vino: entonces, si les parecía bien, continuaba la lectura, y si no, discutían alegremente sobre la virtud, propiedad, eficacia y naturaleza de todo lo que les iban sirviendo” (Rabelais, 2007, 48).
Quiero que aprendas perfectamente las lenguas; primero el griego, como quería Quintiliano; después el latín; luego el hebreo para las Letras sagradas, y, por último, el caldeo y arábigo para el mismo objeto. Que formes tu estilo, en cuanto al griego a la manera de Platón; en cuanto al latín, a la de Cicerón. Que no haya historia que no conozcas, a lo cual te ayudará la cosmografía. De las artes liberales, geometría, aritmética te he dado nociones cuando eras pequeño, a la edad de cinco o seis años; sigue estudiándolas y aprende todos los cánones de la astronomía (Rabelais, 2007, 127).
El plan se basaba en una educación integral y abarcaba intelecto, cuerpo, moralidad y gusto estético. Olvidada la formación moral vetusta y poniendo la educación humanista al servicio de la razón, Gargantúa se convirtió en un hombre de bien, virtuoso, prudente y juguetón que también era distinguido por convertirse en un legítimo amante de los placeres de la vida. Esta visión fue heredada a su hijo, Pantagruel, descendiente de los Utópicos y cuya educación estuvo a cargo de su pedagogo Epistemón bajo una dirección moral muy parecida a la de Ponócrates. Después de recomendarle el estudio asiduo de Plutarco, Gargantúa le aconsejó lo siguiente:
Pantagruel, el burgués de sed inagotable gozó de buena salud, amó todas las ciencias, fue prudente en las encrucijadas y tomó miles de litros de vino para disfrutar en compañía de Epistemón, su pedagogo, y amigos. Igualmente, memorable fue cómo degollaron la cabeza de Epistemón, y Panurgo le unió, coció y curó con vino blanco: “De este modo Epistemón quedó curado por completo; pero tuvo que estar sin moverse más de tres semanas y conservó una tos seca que nunca se la pudo quitar sino a fuerza de beber” (Rabelais, 2007, 180). En la formación moral de ambos gigantes el vino fue un objeto central de su conformación como seres virtuosos, pero
¿el vino para Rabelais era moralmente relevante?
Nacido en Chinon (una rica comarca vinícola), él escribió un tratado donde compiló valiosos consejos: “Que el vino tiene muchas maneras y cura los males del alma son verdades como puños. [...] He aquí por qué el Eclesiastés declara que el vino alegra la vida´ y mi bienquisto señor Pantagruel afirma que la vida es el vino del hombre´ [...] y quien lo niegue es un loco de atar, [...] ceremonioso, universitario, [...] un loco casi sobrio” (Rabelais, 2009, 21). Además de conciliar cristianismo y hedonismo desde las letras humanas clásicas y modernas, en el tratado también hay actitudes morales similares contra los mateólogos, aquellos academicistas que despreciaban al cuerpo.
Como paréntesis a la interpretación histórica, hasta ahora no se ha aludido a mujeres como sujetos del vino, porque todos los autores citados han sido varones y ellos accedieron, en mayor o menor medida, a placeres comunes de su tiempo. En torno a las mujeres y al agua, Rabelais aconsejaba dos cosas: (a) no combinar agua y vino, porque rebajar el vino significa rebajar la vida misma, y (b) no mezclar mujeres con vino, sobre todo por aquellas “féminas con cara de viernes santo que no se detienen ante nada con tal de conducir a los bebedores eméritos delante del altar” (Rabelais, 2009, 28). Solo así el bebedor se puede salvar de la leche nupcial y de los cuernos.
Librados los escollos de un hijo de su tiempo, el vino posee la virtud de incentivar la memoria, ya que “el bebedor de buenas costumbres no lo olvida nunca” (Rabelais, 2009, 32), además de que provee (entre muchas cosas) de buena salud física y excelso desempeño sexual. Al final del tratado, se sugiere beber siempre con amigos, algo que sitúa a Rabelais como genuino epicureísta. También insinuaba beber el mejor vino, casi nunca cerveza y evitar el agua: “¡Pues bien! Tomemos de ejemplo la enseñanza que nos dejó Jesús, el Cristo, en Caná […] Pues ansí, esto aún sabed: tenéis la vida entera para andar de guasa y toda la muerte para saber qué pasa” (Rabelais, 2009, 37).
Luego del breve recorrido histórico, yendo de los griegos clásicos hasta un médico francés renacentista, hemos hallado ideas filosófico-morales en las que el vino ha estado presente en distintos escenarios, unas como detonante creativo de mundos más bellos y otras para censurar y guardar un estilo de vida moralmente purista. Las vinícolas ideas antedichas han dejado lágrimas de felicidad y banalidad en la copa de la historia de la ética y la configuración de la tradición clásica, aunque
fue más constante apelar a una formación moral basada en un uso mesurado de vino. En última instancia, Rabelais representa una suerte de síntesis de ideas antiguas y nuevas, por medio de las cuales transmitió su saber anti-escolástico y epicúreo.
Esto lo hizo por medio de aforismos nacidos de lo que él llamada una quinta esencia: la vida se disfruta con una formación moral virtuosa tal como se degusta un vino virtuoso. Empero, queda claro que la labor heurística aquí iniciada está lejos de agotarse, por lo que se precisa iniciar indagaciones histórico-filosóficas para comprender desde otras perspectivas y espectros más amplios conceptos hoy son usados comúnmente en multitud de discursos filosóficos.
Debido a que el esquema de interpretación histórica nos ha llevado a través de consejos que, ocasionalmente, se transforman en aforismos, compartiremos a continuación una serie de aforismos que tienen como único propósito incentivar la cata filosófica que busca a través de preguntas situadas respuestas a crisis morales, como la nuestra. Estos aforismos se pueden entender también como un divertimento intelectual en homenaje a quienes refrendaron su pensamiento a los placeres mesurados, como la amistad, y que hicieron del vino un objeto cultural receptor de ideas y prácticas de sí mismos.
Si confundimos placer y dolor, somos niños a los ojos de Amor; ante un
porvenir dudoso, sigamos un pedagogo gozoso.
Detrás de un pantagruélico bebedor, hay un pedagogo sabedor, que de todos los vinos, vida y virtud son divinos.
La eterna poción dionisiaca no distingue metales ni estamentos, pues los placeres son fundamentos de una vida total simposiaca.
De Sileno a Ponócrates devino, que ayos y sabios cataron vino, como virtudes que a la vida convino a paladares serenos y trinos.
Uno se place del septembrino puré, en compañía del amigo de miel.
Ya que “[…] el caldo frío, dáselo a tu tío y el vino caliente, a mi pariente” (Rabelais, 2009, 22), para una tos seca de Epistemón, caldo septembrino de Chinón.
En el mundo hay poca belleza y copiosa banalidad: sacia tu sed con clásicos de fineza y epicúreos beodos de eternidad.
Junto al agua de eléboro, el vino cura al académico escolástico: tanto a su memoria sin gloria, como a su mateólogo homólogo.
La cultura es a la educación, lo que el vino al corazón, porque Alonso I de Aragón dijo “[…] vino añejo para beuer: amigos ancianos para conuersar: y libros antiguos para leer” (Sancta Cruz, 1665, 41).
La prudencia es vino que poco a poco añeja: por ansía el incauto su busca
deja y por zozobra la pedantería aleja.
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