María Elena León Rodríguez
Autor/ Author
María Elena León Rodríguez Instituto Tecnológico de Costa Rica
Correo: elena.leon. rodriguez@gmail.com
Recibido: 04/07/23 Aprobado: 20/08/23 Publicado: 05/09/24
En este artículo se estudia las teorías feministas del poder y las propuestas de la economía feminista para enfatizar las condiciones con las que se suele discriminar al colectivo de las mujeres. El objetivo es demostrar que la economía debe guiarse por una economía feminista y de cuidado e incorporar políticas públicas con perspectiva de género y leyes para promover la igualdad de oportunidades, educación para combatir el sexismo y la restructuración de las instituciones.
En este artículo se pretende discutir acerca de las teorías feministas del poder y las propuestas de la economía feminista para enfatizar las condiciones con las que se suele discriminar al colectivo de las mujeres; por ello, se habla de ciudadanías desiguales. Pese a reconocerse el papel activo de las mujeres en la lucha por sus derechos, y pese a ser una ciudadana con la misma dignidad y libertad que todos los seres humanos, aún hoy, sus derechos son vulnerados por motivos de su sexo y género. Por esto, es necesaria la discusión y la puesta en marcha de una conceptualización alternativa a los discursos imperantes,
distinguiendo algunas posiciones teóricas que, a partir de una visión feminista, han propuesto opciones políticas, económicas y sociales a la problemática de los derechos y las oportunidades reales de las mujeres. Así mismo, se requiere subrayar cómo los agentes sociales constituyen la realidad social por medio del lenguaje. Y cómo esto hace posible que las distinciones sociales, económicas y políticas que establece el patriarcado, no sean más que producto de factores culturales, y no genéticos o biológicos como todo el mundo supone.
Primero, es necesario precisar los conceptos de política y patriarcado; para este fin, nos vamos a referir a la obra de Kate Millett (2010). Esta feminista estadounidense se propone demostrar que “el sexo es una categoría social impregnada de política”
(68) y define la política como “el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo” (68). A partir de esta premisa, esta autora demuestra que tanto sexo como raza, castas y clases, constituyen categorías sociales que tienen mucho que ver con la política y lo social, y que la continua opresión hacia estos grupos, se debe a que carecen de representatividad en las estructuras políticas tradicionales. En el caso que nos ocupa, el sexo femenino es el grupo subordinado, y recibe poca ayuda de las instituciones políticas existentes y deslegitima una oposición o lucha política a favor de sus derechos.
El patriarcado, de acuerdo con Millett (2010), no solo constituye un sistema político, sino también un hábito mental y una forma de vida, así se “[…] ha alcanzado una ingeniosísima forma de «colonización interior», más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de las clases”
(70). La política sexual es aprobada en virtud de la socialización de ambos sexos, según las normas fundamentales del patriarcado. De ahí que los sistemas de socialización más importantes de la sociedad, suponen que las diferencias psicosociales entre los sexos son producto de la biología, y no de un sistema de valores culturales. Cabe mencionar, conjuntamente, que la mayor arma psicológica del patriarcado es su universalidad y longevidad. A raíz de esto, no se asocia el patriarcado con la fuerza, ya que “su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita respaldo de la violencia” (2010, 100).
Butler (1998) nos muestra otra perspectiva de cómo se constituye el género y cómo se construyen categorías antes indicadas por Millett en nuestras sociedades. Esta filósofa estadounidense afirma que el género no es una identidad estable, sino que más bien es un resultado performativo: “[…] el género es una representación que conlleva consecuencias claramente punitivas. Los atributos distintivos de género contribuyen a “humanizar” a los individuos dentro de la cultura […]; desde luego, los que no hacen bien su distinción de género son castigados regularmente” (300- 301). Desde este punto de vista, el cuerpo humano es una idea histórica y es una manera de ir haciendo, reproduciendo una situación histórica; y por esto, esta historia puede condicionar o limitar las posibilidades de acción de los seres humanos. Butler
(1998) afirma que todo programa político que busque una transformación radical de la situación social de las mujeres, debe tener presente esta performatividad del género. Y esto nos hace pensar que, si bien es importante tener presente esta idea de construcción histórica del cuerpo, cómo se podría construir una idea de solidaridad política, tal como ella misma lo llama, entre las mujeres.
La idea de que la historia de nuestros cuerpos puede condicionar o limitar las posibilidades de acción de los seres humanos, nos lleva a pensar en cómo la construcción social de la diferencia como desigualdad, tiene varias consecuencias reales en la vida de muchas mujeres. Contraria a los planteamientos de Butler, León (1997) se refiere al tema del poder y los sujetos sociales que aspiran a participar, y tener una identidad social definida, para hacer frente a sus exclusiones en los ámbitos públicos. Esta socióloga colombiana “[…] privilegia el uso de los términos empoderamiento y empoderar, porque, […] ellos señalan acción, y porque empoderamiento implica […] que el sujeto se convierte en agente activo como resultado de un accionar, que varía de acuerdo con cada situación concreta” (2). Así las cosas, y siguiendo a esta autora, lo que se pretende es impulsar cambios en los imaginarios sobre la relación de las mujeres en el poder y, esto no es todo, se quiere contribuir a que, estas transformaciones de las relaciones de poder entre los hombres y mujeres, vayan acompañadas de transformaciones en el lenguaje que reflejen estos nuevos imaginarios sociales.
Asimismo, León (1997) recalca que el término empoderamiento hace referencia
a poder, y el poder puede significar fuente de opresión, así como fuente de emancipación. Por esto, la autora señala que la idea de empoderamiento se relaciona con una nueva noción de poder “basado en relaciones sociales más democráticas y en el impulso del poder compartido” (8). Es así como la idea de poder se debe conectar con el contexto y relacionar con acciones colectivas dentro de un proceso político. Aunado a lo anterior, el empoderamiento incluye tanto el cambio individual como la acción colectiva, es decir, debe integrarse en un proceso con la comunidad, la cooperación y la solidaridad. Por último, esta autora manifiesta que el empoderamiento representa un desafío a las relaciones de poder existentes y busca tener mayor control sobre las fuentes de poder. Y, sobre todo, es un proceso de superación de la desigualdad de género lo que implica que, tantos hombres como mujeres, cuestionen los estereotipos de género y, en el caso de los hombres, pierdan su posición privilegiada en la sociedad.
Tal como lo menciona León (1997), diferenciar los tipos de poder es una buena
herramienta para comprender los alcances del empoderamiento. En este sentido, pero desde la teoría feminista, Fuente (2015) propone una tipología de los modos en que las teorías feministas han interpretado el poder. Siguiendo las clasificaciones de Allen y Squires, esta politóloga española comparte la idea de que el poder puede ser interpretado como poder sobre (restricción de opciones ajenas) y poder para (realidad creativa). Dentro de estos dos grupos, las teóricas feministas han desarrollado cuatro formas del poder: como recurso, como dominación, como cuidado y como libertad. En la clasificación de poder sobre se encontrarían las posiciones del poder como recurso y como dominación, y en la clasificación poder para se encontraría el poder como cuidado y como libertad. Esta tipología, de acuerdo con Fuente (2015), puede
“[…] contribuir a clarificar los marcos de análisis de las perspectivas feministas en las ciencias sociales y fortalecer así su capacidad crítica (190).
En este trabajo solo nos vamos a referir al poder como recurso, y vamos a enriquecer la discusión con una de las posiciones de una teórica representativa de esta tipología de poder. Esta conceptualización ve el poder como un recurso que debería ser repartido de forma justa y, por ello, está muy presente en el ámbito de las políticas públicas, por ejemplo, la “[…] demanda de presencia paritaria en los espacios de decisión, cuando se argumenta por la necesidad de un reparto igualitario del poder entre mujeres y hombres en las instituciones públicas” (177). Esto puede parecer una buena forma de hacer ajustes al sistema, mas no supone un cambio radical en la forma en la que se conciben las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Con base en esta perspectiva, y de acuerdo con Fuente (2015), se realiza una abstracción y una universalización de ciertas propiedades individuales y, además, no permite dar cuenta de procesos de empoderamiento colectivo y de transformaciones de las relaciones sociales en un sentido democratizador.
La idea de poder asimilable a un bien injustamente distribuido, la encontramos
en Martha Nussbaum (1999) quien, a partir de la tesis de las capacidades, sostiene que “[…] la capacidad de una persona es «auténticamente humana», esto es, digna de un ser humano.” (261). El punto de partida consecuente sería la consciencia del valor y la dignidad humana de las facultades humanas básicas, y la necesidad de poder ejercerlas. Esta filósofa estadounidense diferencia tres tipos diferentes de capacidad: las capacidades básicas, las capacidades internas y las capacidades combinadas. Las capacidades básicas son las cualidades innatas de un individuo, las capacidades internas son los estados de la propia persona y, por último, las capacidades combinadas hacen alusión tanto a lo interno como a lo externo de las personas, pues se necesita integrar ambos aspectos para un verdadero ejercicio de las capacidades. Resulta fundamental para esta teoría, no solamente promover buenas disposiciones interiores para actuar; también es preciso preparar el entorno institucional para que las personas puedan actuar realmente. De ahí la exigencia de la economía feminista por crear las condiciones necesarias para este actuar en igualdad de condiciones.
Entonces, y retomando la idea de Nussbaum (1999), los seres humanos tenemos
una dignidad solo por el hecho de ser humanos. El problema se da cuando esta humanidad está reservada solo a unos cuantos o se análoga con lo masculino. A partir de esta idea, o desde una ideología patriarcal, racista y clasista, se construyen las “ciudadanías desiguales” que, como bien han demostrado las diversas teorías feministas, no son producto de la biología, sino de valores culturales. De ahí, la importancia de teorizar el patriarcado y la política sexual que normaliza la existencia de ciudadanías desiguales, y la violencia hacia la otredad. Asimismo, es importante señalar cómo se construyen las identidades desde las mismas prácticas cotidianas, y el olvido de las marcas de la historia en nuestros cuerpos. No obstante, y en vista de las luchas cotidianas por ejercer la libertad, también se hace necesario un “nosotras” que posibilite la transformación de la sociedad. De ahí, el empoderamiento de las mujeres que incluya tanto el cambio individual como la acción colectiva y que esto se refleje en el entorno institucional.
El cuestionamiento principal sería si, desde este entorno institucional, se puede realmente cambiar las condiciones de desigualdad existentes. La relación entre el Estado y las mujeres ha sido tematizada y objeto de estudio por parte de las teóricas feministas. Algunas feministas ven en el Estado un aliado para concretar medidas para una mejor distribución de los recursos económicos y simbólicos. Por otra parte, otras feministas sostienen que no solo es cuestión de distribución. Desde este punto de vista, se cuestiona la intención de los Estados de mejorar las condiciones institucionales necesarias para el desarrollo y el ejercicio de las capacidades de las mujeres.
Para entrar en detalle, Therborn (2015) nos aclara el concepto de desigualdad y sus dimensiones básicas. Este autor define la desigualdad como “[…] un conjunto de violaciones de algunas normas, implícitas y rara vez definidas con exactitud, de derechos humanos, dignidad humana y de una fundamental igualdad de los seres humanos” (85). También subraya que la desigualdad es interpretada en términos de ejes como distribución e interseccionalidades; aunado a lo anterior, Therborn (2015) afirma la necesidad de enfatizar, además de estos ejes, las dimensiones propias de la desigualdad. Y para ello, retoma a Amartya Sen (86) y enfatiza tres de estas dimensiones: vitales, existenciales y de recursos. Es importante aclarar, asimismo, que estas tres dimensiones interactúan y se entrecruzan, y cada una manifiesta su propia dinámica histórica.
De acuerdo con Therborn (2015), la dimensión de desigualdad vital se relaciona con nuestros cuerpos y organismos, y se miden por las tasas de mortalidad o enfermedades, esperanza de vida y salud. La desigualdad existencial ignora a individuos negándoles sus capacidades humanas y, de esta forma, se les irrespeta sus derechos, son humilladas y discriminadas. Por último, la desigualdad de recursos alude a los ingresos de las personas, igualmente se habla de recursos como la educación, las relaciones sociales, la riqueza y el poder político. El autor subraya la diferencia entre los recursos de los actores humanos a las bases de acción y el acceso. Un Estado puede promover las bases de acción para las mujeres, sin embargo, imposibilitar el acceso a esos recursos, por ejemplo. Para medir la eficacia de un Estado en cuanto a la igualdad, se deben medir estas tres dimensiones y entender la desigualdad en una forma multidimensional y que, si se quiere llegar a una igualdad real, se deben trabajar estas tres dimensiones juntas.
Sin embargo, un asunto a tratar en este ensayo, es señalar cómo los Estados, en
realidad, gobiernan sobre sujetos neutros o descorporalizados, según señala Anzorena (2013), es decir, no toman en cuenta las interseccionalidades. Se cree gobernar sobre sujetos iguales, sin determinar cuál es el sujeto real de las políticas estatales. Se sabe que el Estado parte de un punto de vista masculino, y la masculinidad es el patrón con el que se mide la igualdad. Así las cosas, las diferencias son concebidas como anomalías que enturbian el espacio neutral de la agenda estatal. Y en “estos procesos de desvalorización o exclusión de la diferencia, se convierte en «norma» -universal, neutral y objetiva- aquello que es construcción social” (Anzorena, 2013, 28). Ante este panorama, la desvalorización de lo femenino, el androcentrismo y el sexismo se institucionalizan en el Estado y en la economía, y determinan el lugar de cada cual en todas las esferas de la sociedad.
Y de acuerdo con Anzorena (2013), la función del Estado capitalista es promover la reproducción ampliada del capital, y no como se piensa, la distribución de los bienes materiales y simbólicos en función del interés de todos y todas. De esta manera, el Estado establece el punto de vista válido para decidir quién tiene derecho a qué y quién no, y trasmite la ideología dominante. Las prácticas productos de esta ideología, sustentadas en estereotipos naturalizados y legitimados por la misma sociedad, no se cuestionan, ni siquiera se piensa que deberían ser modificados. Pese a este escenario, la acción pública estatal se define en el espacio público, y este espacio es un espacio de intercambio y negociación entre los diferentes actores sociales, que materializan sus luchas en políticas sociales. La relevancia de estas políticas “reside en que atienden las necesidades directas de la población, pero también en que el Estado, a través de las políticas sociales, define el conjunto de necesidades y las formas de su satisfacción” (Anzorena, 2013, 40).
Con base en lo dicho anteriormente, y en concordancia con Anzorena (2013),
el Estado implementa políticas sociales para garantizar las condiciones para la reproducción ampliada del capital, y esta condición está basada en relaciones de explotación de clases y la opresión de sujetos considerados subalternos. Esto nos lleva a pensar en si estas políticas sociales, efectivamente, cambian la situación de desigualdad de las mujeres. La autora del texto habla de las políticas de género para diferenciarlas de las demás políticas sociales. Las políticas de género buscan reducir la desigualdad y discriminación entre los géneros, y se enfocan en la distribución de ingresos y condiciones de vida de la población, pues “[…] no solo implican las condiciones materiales de existencia […] sino también las condiciones simbólicas y la distribución social de las jerarquías entre los géneros sexuales” (Anzorena, 2013, 43). Pese a esta precisión, se menciona la diferencia entre una política con perspectiva de género y una política social asistencialista.
A pesar de que una política con perspectiva de género apunta a una autonomía y al
pleno ejercicio de ciudadanía, se debate acerca de si, verdaderamente, estas políticas estatales liberan a las mujeres o, por lo contrario, solo remedian las condiciones de desigualdad. Para Mackinnon (1989), el feminismo no tiene una teoría del Estado y, por consiguiente, no ha revisado la relación entre el Estado y la sociedad dentro de una teoría de la determinación social específica del sexo. Esto supone la carencia de una teoría que dé cuenta de cómo funciona la ley, en tanto forma del poder estatal, en un contexto patriarcal. La práctica feminista, según Mackinnon, ha sostenido dos posiciones: una liberal y otra de izquierdas. Para ambas teorías “la ley es la mente de la sociedad” (1989, 283). De acuerdo con posiciones liberales, el Estado es un árbitro neutral entre intereses encontrados. El liberalismo aplicado a las mujeres ve en el Estado una herramienta para la promoción de las mujeres y la transformación de su situación, sin analizar el contenido de las limitaciones basadas en el género. Por otra parte, las propuestas de izquierdas visualizan el Estado como una herramienta de represión y dominio, “la ley legitima la ideología” (1989, 284), así que cualquier reforma gradual o ganancia es aparente y constituye un engaño.
En concordancia con Mackinnon (1989), el género es un sistema social que divide
al poder; por lo tanto, es un sistema político. Pese a esto, los feminismos no han analizado el papel del Estado en la jerarquía de géneros. A falta de este análisis “el
feminismo ha quedado atrapado entre dar más poder al Estado en cada intento de reclamarlo para las mujeres y dejar el poder ilimitado en la sociedad a los hombres” (1989, 288). Y esto es el mayor de los peligros para las mujeres, ya que el Estado es masculino y la ley trata a las mujeres como los hombres tratan a las mujeres. Es así como las normas formales del Estado sintetizan el punto de vista de los hombres en el nivel de designio. Tal como lo mencionamos en párrafos anteriores.
Por otra parte, las Constituciones de los Estados parten de la idea de que todo ser humano es libre e igual, lo cual implica la inexistencia de la categoría género en el ámbito legal. Vemos cómo el Estado protege el poder masculino garantizando el control sobre las mujeres en todos los ámbitos. Esto lleva a Mackinnon a afirmar que “[…] esta ley es neutral […] manteniendo la desigualdad entre los sexos pareciendo que la resuelve” (1989, 300). Esto es lo que más preocupa, ya que, si el mismo Estado es el benefactor del dominio masculino, se prohíben prácticas agresivas con el fin de normalizar, más que erradicar y eliminar esas prácticas. La tendencia sería más a la perpetuación de la miseria y la desigualdad, que a la oportunidad de un mundo mejor y diferente.
En contraste, Matos y Paradis (2013) comprenden el poder y la política como potencialidad de liberación, y no solamente como dominio/dominación. Por esto, consideran el Estado una alternativa y recurso, en otras palabras, “[…] es un recurso de poder en sí mismo en la medida en que es capaz de movilizar otros recursos (ya sean materiales, ya sean simbólico-culturales) de poder” (93). Estas teóricas de las ciencias sociales, mencionan que, propuestas como la de Mackinnon, no toman en cuenta las últimas transformaciones estatales a favor de las mujeres, gracias a las políticas de igualdad de género y sus mecanismos institucionales. Y subrayan la capacidad del Estado de incorporar la diversidad y pluralidad de actores sociales, propios de nuestra época contemporánea, en la participación de la sociedad para alcanzar un verdadero desarrollo humano ciudadano e integral.
Asimismo, Matos y Paradis (2013) aseguran que las divergencias en cuanto a la relación de las mujeres y los movimientos feministas frente al Estado, se concentraron alrededor de dos posiciones feministas: las feministas institucionalizadas y las autónomas. En esta discusión se plantean discrepancias acerca de participación de las mujeres en la política tradicional, y de cierta autonomía que debía ser desarrollada con base en la solidaridad feminista. Pese a esta convergencia, las feministas institucionales logran que algunos Estados incorporen ideas y demandas feministas, y se pone en marcha mecanismos institucionales para lograr la igualdad de género. No obstante, “la adopción de las reivindicaciones de las mujeres en los discursos oficiales no significó una implementación efectiva y ha sido a veces “parcial y selectiva”
(97). Las feministas institucionales siguen su camino e incorporan autocrítica del
movimiento, pues no se está alcanzando la igualdad de género tan esperada.
Si bien se ha logrado un proceso de institucionalización de la temática de género en el ámbito del Estado, aún no se tiene clara “[…] la importancia de la transversalidad en las políticas públicas, entendidas como una acción integrada y sostenible entre las diversas instancias gubernamentales, con el fin de aumentar la eficacia de esas políticas” (Matos y Paradis, 2013, 103). Muchos estudios así lo demuestran y, en el caso de la economía, ponen de relieve que la ausencia de datos desagregados por sexo/ género, dificulta la toma de decisiones y la pertinencia de las políticas públicas. Por esto,
resulta sumamente valiosa la participación igualitaria de las mujeres en las decisiones y el enfoque de género para crear políticas efectivas y apropiadas para la erradicación de las desigualdades. Estas políticas deben tener como enfoques transversales, no solo la perspectiva de género, sino también el enfoque de derechos humanos y el enfoque de la interseccionalidad que permitan la visibilización e incorporación de estas realidades diferenciadas en el diseño y acciones de la política pública.
La economía feminista ha tratado de mejorar la planificación de las políticas públicas al incluir el enfoque de género, y la participación igualitaria de las mujeres en la toma de decisiones para poder visibilizar y minimizar los efectos de estas ciudadanías desiguales. De entre algunas teóricas feministas, Elson (1996) afirma que la economía siempre parte de un punto de vista parcial y, para ejemplificar esto, señala que la macroeconomía solo toma en cuenta los agregados monetarios de la llamada economía productiva e ignora los agregados de la economía reproductiva. De esta manera, logra demostrar que la reforma económica a los niveles micro, meso y macro tienen una orientación masculina y perpetúan la desigualdad de las mujeres. Esto se debe a la incapacidad de considerar, de manera adecuada, las desventajas de las mujeres y mantener una falsa neutralidad, cuando lo correcto sería afirmar que son ciegos al género. Así, los análisis de Elson (1996) demuestran, por una parte, que las instituciones sociales y las relaciones monetarias llegan a ser portadoras de género y, por otra, refuerzan la idea de que los niveles, antes mencionados, no están integrados ni son regulados por una lógica de elección, “(o sea la capacidad -en teoría- de elegir libremente)” (302).
Siguiendo esta misma idea, Nelson (2004) sostiene una teoría pertinente para
lo dicho en el párrafo anterior. Esta autora define la economía por su concepción de mundo, más que por el objeto de estudio. Y asegura que, cuando se habla de enfoque económico, se aborda el problema desde el punto de vista de las elecciones propias de agentes racionales y autónomos. Cuando la economía sigue una base dicotómica de la realidad, asocia a las mujeres con la inferioridad, y a lo masculino con un carácter lógico y axiomático. Bajo este panorama, ninguna persona podría ser libre ni autónoma. Por ello, resulta significativo el trabajo de Nelson (2004), al proponer analizar los cimientos conceptuales sobre los que descansan los estudios económicos y, de esta forma, problematizar la división sujeto/objeto y las diversas dualidades con las que la economía define su concepción de mundo y, por ende, de ser humano. Ya que, tal como menciona Nelson, la economía debería ser el estudio del modo que el ser humano habita el mundo y, por tanto, “[…] no sería entonces una economía masculina o femenina, sino una ciencia humana que perseguiría fines humanos” (2004, 55). Y para tal fin, se requiere un análisis de las bases conceptuales sobre los que descansan las teorías sobre la condición humana, y evitar los sesgos de género propios de los discursos androcéntricos.
Por tanto, según Pérez (2005), la economía feminista se caracteriza por cuestionar
la estructura androcéntrica que subyace en sus postulados. Y enumera una serie de
características propias de los enfoques androcéntricos cuando afirma que “[…] la
economía ha sido un conocimiento creado por hombres para explicar las experiencias masculinas” (45). Estos enfoques se caracterizan por establecer una estructura discursiva o concepción binaria de las actividades económicas ligadas a la dicotomía público /privado, entiéndase, lo económico (aspectos asociados a lo masculino) y lo no económico (se identifica con los roles femeninos). Y, también, se caracterizan por no reconocer las relaciones de género como relaciones con una significación económica importante.
Contrapuesto a estos enfoques androcéntricos, Pérez (2005), desde una visión de la economía feminista de la ruptura, propone la modificación de “[…] la lógica mercantil y androcéntrica que domina el sistema económico” (59). Por este motivo, se intenta redefinir el concepto de trabajo para abarcar el trabajo doméstico y visibilizar las relaciones de género de desigualdad. Desde la perspectiva de la Economía Feminista, las necesidades humanas también son de afectos y relaciones, y no solamente de bienes y servicios. Por ello, las facetas material e inmaterial deben visualizarse conjuntamente e incorporar, en la noción de trabajo, las actividades que coadyuvan a la sostenibilidad de la vida.
Con respecto a lo anterior, Carcedo (2009) amplía este punto de vista al aportar un concepto de economía que “[…] no se limita a aquello que es o puede ser objeto de transacción monetaria en algún mercado” (14). Y subraya que la centralidad del mercado tuvo como consecuencias la invisibilización, desvalorización y privatización del trabajo reproductivo y de cuido. Otro cuestionamiento indispensable, para no caer en las concepciones binarias, se asienta en la idea de que este trabajo de cuido no es asunto solo de mujeres, pues “[…] se entiende la reproducción y cuido como una práctica y una necesidad social” y “de competencia colectiva, no individual” (18). Asimismo, la división sexual del trabajo, bajo esta perspectiva, mantiene a las mujeres vinculadas a estas tareas reproductivas en los espacios considerados privados, y si incursionan en el mercado laboral, se las vincula con actividades relacionadas al trabajo reproductivo y de cuido; de esta forma, se estaría hablando de “[…] una concepción de economía en la que […] las mujeres no desempeñan ninguna función” (Carcedo, 2009, 17).
En vistas de esta “ausencia” de las mujeres en la economía, Flores-Estrada (2007)
argumenta la existencia de un nexo entre el sexo, el género y la economía, puesto que, según esta socióloga, “el género mismo es economía” (10). La organización económica se sustenta en un orden jerarquizado, a partir de dicotomías patriarcales dispuestas en un orden simbólico, que se materializan en la división sexual del trabajo. Para esta socióloga, resulta primordial volver al análisis de esta organización económica en función de la organización sexual y analizar el “[…] reparto diferenciado por sexo de disposiciones, esquemas de percepción y posibilidades de acción” (13); en otras palabras, es más importante la definición simbólica y económica de las mujeres y de los hombres que la división sexual del trabajo. En consonancia con lo anterior, la autora retoma el concepto habitus desarrollado por Bourdieu (Citado por Flores-Estrada, 2007, 7), porque permite explicar cómo las personas producen y reproducen la violencia simbólica y a la vez, pueden reflexionar críticamente sobre esa violencia que las determina, y a partir de esta reflexión, se puede transformar, no solamente el orden simbólico, sino también el orden material.
Reforzando lo que se venía diciendo en el párrafo anterior, Nancy Fraser (1995)
establece la discusión con respecto a la redistribución y el reconocimiento. La lucha por el reconocimiento es imprescindible en un mundo en donde existen las desigualdades materiales. Sin embargo, no debe ser el único motivo de movilización política o económica, tal como lo menciona Fraser ya que “[…] deberíamos enfrentarnos a una nueva tarea intelectual y práctica: la de desarrollar una teoría crítica del reconocimiento, que identifique y propugne únicamente aquellas versiones de la política cultural de la diferencia que puedan combinarse de manera coherente con una política social de la igualdad” (1995, 2). De este modo, esta teórica estadounidense trata de articular el reconocimiento y la redistribución, puesto que la justicia precisa de estas dos dimensiones. Si bien se trata de dos formas de ver las injusticias, una socioeconómica y la otra cultural o simbólica, ambas se encuentran “[…] imbricadas hasta tal punto de reforzarse dialécticamente la una a la otra” (1995, 6). Por consiguiente, ambas tienen que ser solucionadas.
Asimismo, para enriquecer esta discusión, resulta importante señalar lo apuntado
por Coronado (2014) acerca de la diferencia y la desigualdad. Este autor argumenta que la desigualdad responde a la observación, percepción o constatación directa de diferentes atributos y características de los individuos. Asimismo, observa que, si bien toda desigualdad es una diferencia, no toda diferencia constituye una desigualdad y eso lleva a la pregunta “¿cuándo una «diferencia» se transforma en una «desigualdad»?
(142). El problema no radica en los atributos de los individuos, en tanto la desigualdad no refiere a un atributo característico de un individuo, sino a una relación social, es decir, una desigualdad social, y esa diferencia tiene implicaciones en la vida social, tal como la ubicación social, no solo diferenciada, sino privilegiada de unos sujetos con respecto a otros, y esas relaciones son jerárquicas y, además, implican una relación de superioridad e inferioridad.
Pensando en esta desigualdad social, vemos cómo los atributos de las mujeres no hacen la desigualdad, sino más bien la relación social que experimenta las diferencias como desigualdades. Para mantener esta posición de privilegio de la que habla Coronado (2014), los hombres tuvieron que inventarse una serie de “mitos y fábulas, que prescribían lo que «debía» ser una mujer […] y este mundo simbólico que se genera en la interacción social, pasó a incorporarse a un trasfondo intersubjetivo desde el cual, […] se orienta el sentido de los roles y conductas de las gentes, (…) se pautan y construyen las subjetividades adecuadas al desempeño de tales roles”
(144). Por esto, se considera urgente cuestionar estos mitos y fábulas con las que se construyen las subjetividades y los roles asignados a cada sexo. Ya es hora de cuestionar hacia dónde nos lleva esta socialización y esta normalización.
Contra esta normalización de prejuicios, es trascendental la igualdad de género entendida como “[…] la equidad de derechos, responsabilidades y oportunidades para las mujeres y los hombres, es un objetivo que debe estar presente en la agenda de desarrollo de todos los países” (Sandoval y González, 2015, 2). Siguiendo a estas mismas autoras, a pesar de la participación de las mujeres en el mercado laboral, se siguen reproduciendo los estereotipos de género y esto significa que la incorporación de las mujeres al trabajo remunerado “[…] no ha sido acompañado de los cambios necesarios en las familias y en las políticas públicas para atender los requerimientos del trabajo no remunerado, pues éste sigue siendo responsabilidad
de las mujeres, lo cual las obliga a desempeñar dobles y triples jornadas laborales.”
(3). Esta desvalorización de las actividades no remuneradas crea desventajas sociales y económicas para las mujeres. Entonces, la idea es que dichas actividades sean consideradas en la contabilidad nacional para visibilizar la aportación de las mujeres en la economía, y para ello, se ha propuesto la creación de cuentas satélites.
Asimismo, Jubeto (2008) agrega que el análisis de los presupuestos públicos desde la perspectiva de género “[…] permite evaluar el grado de integración efectiva de los objetivos de igualdad de oportunidades para mujeres y hombres en las políticas públicas” (5). Y una condición básica para poder realizar estos análisis, se fundamenta en la información relativa a los colectivos beneficiarios de las medidas presupuestarias de forma desagregada por sexo. También, Jubeto (2008) enumera algunos logros de los presupuestos públicos desde la perspectiva de género y menciona como los más importantes: la capacidad de generar una mayor capacidad para determinar el valor real de los resultados públicos dirigidos a las mujeres, que logran cuestionar nociones como neutralidad de género de políticas y programas, aumentando la conciencia dentro de las unidades gubernamentales de la necesidad del presupuesto para las mujeres, aumentan “[…] la eficiencia económica, evitando “falsas economías” que sólo trasladan costes de la zona de lo visible a la invisible” (29) y por último, impulsan políticas para que los gobiernos incrementen las oportunidades para la provisión de bienes y servicios a la población de una manera más justa y responsable.
Lo dicho en estos párrafos anteriores es significativo porque demuestra la necesidad de cuestionar y transformar el orden simbólico para impactar, de igual manera, el orden material. Y, quizás, una de las ideas más importantes sea entender o interpretar el mundo desde una perspectiva de la sostenibilidad de la vida, pero que esta sostenibilidad sea una responsabilidad de todas las personas y no solo de las mujeres. Porque, tal y como afirmaba Carrasco (2001), las necesidades humanas si bien son de bienes y servicios, también incluyen los afectos y las relaciones. Además, la economía debe guiarse por una economía feminista y de cuidado e incorporar políticas públicas con perspectiva de género y leyes para promover la igualdad de oportunidades, educación para combatir el sexismo y la restructuración de las instituciones. Empero, estas propuestas y políticas públicas deben ir acompañadas de un cuestionamiento cotidiano de la forma en la que nos definimos como seres humanos.
Anzorena, Claudia. (2013). Las mujeres en la trama del Estado: una lectura feminista de las políticas públicas. Argentina, Mendoza: EDIUNC. (Capítulos I y II).
Butler, Judith, (1998). Actos performativos y constitución del género: un ensayo sobre fenomenología
y teoría feminista. Debate Feminista, 18, 296-314.
Carcedo, Ana. (2009). Apertura económica, género y pobreza en el istmo centroamericano. Actualización de
Perfiles de Género del istmo centroamericano. San José, Costa Rica: Agenda Económica de Mujeres.
Carrasco, Cristina. (2001). La sostenibilidad de la vida humana: ¿un asunto de mujeres? Mientras Tanto,
(82), 5-25.
Carrasco, Cristina. (2006). La Economía Feminista: Una apuesta por otra economía. En Ma. María Jesús Vara (ed.) Estudios sobre género y economía, (pp.1-40), Madrid: Akal.
Carrasco, Cristina. (2012). No es una crisis, es el sistema. Con la a, (1), 1-3.
Coronado, Jaime. (2014). Notas sobre «desigualdad», colonialidad y poder en América Latina. En Aníbal Quijano (Ed.) Des/colonialidad y buen vivir. (pp.137-185). Perú: Universidad Ricardo Palma.
Elson, Diane. (1996). Micro, meso y macro: género y análisis económico en el contexto de la reforma política En Thera van Osch (ed.) Nuevos enfoques económicos: contribuciones al debate sobre género y economía (pp. 291-309). San José, Costa Rica: UNAH/POSCAE.
Flores-Estrada, María. (2007). Economía del Género. El valor simbólico y económico de las mujeres. San José, Costa Rica: Universidad de Costa Rica.
Fraser, Nancy. (1995) ¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era
postcapitalista. En Simposio Liberalismo Político. Washington, Estados Unidos.
Fuente, María de la. (2015). Ideas de poder en la teoría feminista. Revista Española de Ciencia Política,
(39), 173-193.
Jubeto, Yolanda. (2008). Los presupuestos con enfoque de género: una apuesta feminista a favor de
la equidad en las políticas públicas. Cuadernos de Trabajo de Hegoa, N°43, 5-32.
León, Magdalena. (1997). Poder y Empoderamiento de las Mujeres. Bogotá: Tercer Mundo Editores
Mackinnon, Catherine. (1989). Hacia una Teoría Feminista del Estado. España, Madrid: Cátedra.
Matos, Marlise y Paradis, Clarisse. (2013). Los feminismos latinoamericanos y su compleja relación con
el Estado: debates actuales. Íconos. Revista de Ciencias Sociales, (45), 91-107.
Millett, Kate. (2010). Política Sexual. Madrid: Cátedra.
Nelson, Julie. (2004) ¿Estudio de la elección o estudio del abastecimiento? El género y la definición de la economía. En Más allá del hombre económico. Economía y teoría feminista. M. Ferber, y J. Nelson (eds.). Madrid, España: Cátedra: 39-57).
Nussbaum, Martha. (1999). Mujeres e igualdad según las tesis de las capacidades. Revista Internacional del Trabajo, 118, 253-273.
Pérez, Amaia. (2005). Economía del Género y Economía Feminista: ¿conciliación o ruptura? Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, 10 (24), 43-63.
Sandoval, Irma y González, María. (2015). Estimación del valor económico del trabajo no remunerado en Costa Rica. Resultados e ilustración metodológica. Estudios Demográficos y Urbanos, 30 (3), 1-19.
Therborn, Göran. (2015). Desigualdades en México y América Latina: una contextualización global.
Estudios Latinoamericanos, (36), 83-107.