Ángelo Antonio Moreno León
¡Emprender el vuelo cada día! Al menos durante un momento, por breve que sea, mientras resulte intenso. Cada día debe practicarse un “ejercicio espiritual” -solo o en compañía de alguien que, por su parte, aspire a mejorar-. Ejercicios espirituales. Escapar del tiempo. Esforzarse por despojarse de sus pasiones, de sus vanidades, del prurito ruidoso que rodea al propio nombre (y que de cuando en cuando escuece como una enfermedad crónica). Huir de la maledicencia. Liberarse de toda pena u odio. Amar a
todos los hombres libres. Eternizarnos al tiempo que nos dejamos atrás.
(Hadot, 2006, 23)
La crisis del coronavirus le ha dado un giro a nuestras vidas y a nuestros espíritus. La economía se ha ralentizado, nuestros hábitos se han transformado. Sentimos temor e incertidumbre sobre el futuro. Se creía que la especie humana dominaba todo; pero la pandemia demuestra lo contrario. El virus se presenta como una forma de vida que utiliza las células de otros seres vivientes para encubarse, nutrirse y reproducirse; se trata de una amenaza a gran escala. El desarrollo de la pandemia devela la profundidad de la crisis espiritual que atraviesa ciegamente a nuestra sociedad: la corrupción sigue acampando en el seno de muchas instituciones públicas y privadas. El individualismo característico del modelo globalizante actual se evidencia cada vez más. Sin embargo, esta crisis puede enseñarnos algo sobre nosotros mismos, sobre la naturaleza y sobre el mundo. ¿Cuál debe ser el papel de la filosofía frente a esta prueba de gran envergadura? ¿Acaso no debe ser mostrar a las personas un camino de pensamiento y de acción, a la manera de los filósofos antiguos? Este escrito se propone presentar una aproximación a la extensa y rica tradición de la filosofía entendida como un modo de vida filosófico mediado por la práctica de ejercicios espirituales y su aplicabilidad al contexto actual de la crisis provocada por la pandemia del coronavirus. Esta tarea incluye tratar de interpretar la epidemia bajo el plano filosófico y de la espiritualidad, lo que implica el retorno al conocimiento y a la conciencia de sí mismo, del sentido de la vida, de la humanidad y de la naturaleza. Se planeará que, ante las vicisitudes de la existencia, los filósofos antiguos propusieron diferentes vías para afrontarlas y así alcanzar la paz y la tranquilidad espiritual.
The Covid-19 crisis has given a turn to our lives and our souls. The economy has slowed down, our habits transformed. We feel fear and uncertainty about the future. We trusted the human king mastered
everything; but the pandemic teaches the opposite. The virus appears as a form of life that uses the cells of other living beings to incubate (los virus no se encuban), nourish and reproduce; it is a large-scale threat. The development of the pandemic reveals the depth of the spiritual crisis that is blindly going through our society: corruption continues to encamp within many public and private institutions. The characteristic individualism of the current globalizing world is evident. However, this crisis can teach us something about ourselves, about nature, and on the world. What should be the role of philosophy in the face of this colossal test? Shouldn't it be to show people a way of thought and action, in the manners of the ancient philosophers? This paper pretends to present an approach to the, extensive and rich, tradition of philosophy, understood as a philosophical way of life mediated by the practice of spiritual exercises and its applicability to the current context of the crisis caused by the covid-19 pandemic. This task includes trying to interpret the epidemic pandemic from a philosophical and spiritual scale, which implies a return to knowledge and awareness of oneself, of the meaning of life, humanity and nature. It will be planned that, faced with the vicissitudes of existence, ancient philosophers proposed different ways to face them and thus achieve peace and spiritual tranquility.
La expresión “filosofía como modo de vida “se encuentra formalmente explícita en el título de la segunda parte del libro de Pierre Hadot ¿Qué es la Filosofía Antigua? (1998, 65). El concepto surge, “[…] de la tentativa de exponer y promover una concepción opuesta a la que hoy puede asumirse como la concepción imperante de la filosofía: opuesta, esto es, a la filosofía entendida exclusivamente como “discurso filosófico” (o, también, como “doctrina” o “sistema”)” (Lozano, 2016, 37-38). La intención de Hadot es demostrar que hay una diferencia entre la representación que se hace actualmente sobre los filósofos en los círculos académicos universitarios y entre la de los filósofos antiguos, que consiste en tipificar a los primeros como personas que centran su preocupación en inventar teorías abstractas de las que derivan doctrinas o críticas de la moral, aplicables al hombre y a la sociedad; y que invitan, al final, a hacer cierta elección de vida o a adoptar cierta manera de comportamiento. El objetivo de Hadot es recobrar el fenómeno en su origen partiendo del hecho de que la filosofía es un fenómeno histórico que se inició en el tiempo y evolucionó hasta nuestros días (Hadot, 1998,
12) y que el discurso, que es su medio y expresión, debe comprenderse en la perspectiva de la práctica, es decir, del modo de vida. Así, “[…] la filosofía es en efecto, ante todo, una manera de vivir, pero que se vincula estrechamente con el discurso filosófico” (Hadot, 1998, 13).
Para los filósofos antiguos, vivir conforme a un modo de vida filosófico implica que la persona realice voluntariamente una reforma profunda, una especie de “conversión” que implica a su vez un constante ejercicio espiritual sobre sí mismo y un trabajo afectivo e intelectual para eliminar las pasiones, las representaciones ilusorias, los vicios y la angustia (Arnaiz, 2007, 3). Se trata de un movimiento de rebelión constante contra la vida cotidiana y la aspiración a un tipo de vida filosófica, mediada por una serie de ejercicios espirituales con la ayuda de los otros y para los otros.
En síntesis, la filosofía antigua se sitúa en la perspectiva de un modo de vida como un acto permanente de búsqueda de la Sabiduría, de libertad interior, de serenidad y de conciencia cósmica ¿Cómo opera esa conversión del alma?
Según Hadot, el modo de vida filosófico se distingue de las otras actitudes existenciales
posibles, no sólo por su finalidad, sino también por su práctica. Al igual que hay que cuidar el cuerpo para que esté sano, es primordial cuidar el espíritu para que se acerque a la sabiduría. Para ello, el filósofo se prepara, a través de la práctica de un conjunto de ejercicios espirituales (askeseis), de orden físico, discursivo o intuitivo, como los regímenes alimenticios, los diálogos, las meditaciones o la contemplación. Hadot define el ejercicio espiritual como “[…] una práctica voluntaria, personal, destinada a operar una transformación del individuo, una transformación de sí” (Hadot, 2001, 175)
En lo que sigue presentaremos algunos ejercicios espirituales para, después, tratar de aplicarlos a la realidad de crisis actual.
Dentro de las funciones que los filósofos antiguos le daban a la filosofía, estaba la “terapéutica” que consistía en, primero, establecer un diagnóstico de la “enfermedad”, del estado del hombre conformista, inquieto, desdichado ignorante o conformista; segundo, definir una “norma de salud” que tiene como ideal el acenso, la sabiduría y la práctica de la vida buena; y, tercero, la elaboración de una forma de vida que permita la cura del alma de la persona; para ello, era indispensable la práctica de una serie de ejercicios filosóficos espirituales (Banicki, 2017, 25) que tienden a corregir las opiniones, los deseos y las acciones del aspirante a la sabiduría (Martínez; Barrera, 2008, 14). Además, vieron en la filosofía una manera de luchar contra el miedo, contra la infelicidad, contra las desgracias que traen las pasiones. Para ellos, la filosofía era primordialmente un ejercicio espiritual de transformación de sí mismo que conduce a cuatro tipos de “conversión”: “aprender a vivir”, comprometiendo toda la existencia (Hadot 2006, 25); “aprender a dialogar” para conocerse a sí mismo, por medio de un esfuerzo dialéctico
(34); “aprender a morir” con lucidez y serenidad
(39); y “aprender a leer”, pasando de un estado
en el que dominan las pasiones individuales, a
una visión del mundo objetiva y universal (48). Este “programa” con sus múltiples conversiones y tomas de conciencia, no es un fin en sí mismo. Los ejercicios espirituales buscan una transformación interior de la persona llevándola “de un estado inauténtico en el que la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores” (25).
El mismo filósofo francés estima que este “programa” de ejercicios espirituales puede ser puesto en práctica por las mujeres y hombres de hoy que busquen construir una manera nueva de ser-en-el-mundo, de tomar conciencia de sí como parte de la Naturaleza y de la Razón Universal. Y que deseen acercarse a la sabiduría. La filosofía para los antiguos era entonces una guía espiritual: “no se planteaba dispensar una suma de enseñanzas abstractas, sino cierto “dogma” destinado a transformar el alma del discípulo” (Hadot, 2006, 116).
Los textos antiguos y las teorías que exponen hacen parte de esos ejercicios escritos dirigidos a uno a varios destinatarios con el fin de formar, más que de informar (Hadot, 2006, 10). Los diálogos de Platón, las obras de Aristóteles el pensamiento de Marco Aurelio, por ejemplo, mantienen en el fondo la misma intención: que la filosofía salga del campo meramente especulativo y sea, primero, una “práctica experimentable” que se sustente, después, en una teoría (29). Todas las escuelas filosóficas de la antigüedad proponen su modo vida propio, basada en ejercicios espirituales específicos.
Véase más de cerca cada uno de los cuatro programas antes mencionados para, más adelante, tratar de entender cómo pueden ser aplicados y practicados en este tiempo de pandemia.
Según los filósofos antiguos, la principal causa del sufrimiento, del desorden, de los temores en el ser humano que le impiden
acceder a la verdad, tiene su fuente en las pasiones, en los deseos desordenados y en los temores exagerados. La filosofía, en ese contexto, se presenta “como terapia de las pasiones (Hadot, 2006, 26) y cada escuela enseña su propia manera terapéutica, a través del uso de ejercicios espirituales, con el objetivo de llevar a la persona a transformar su manera de ser y de actuar en el mundo. La filosofía se convierte así en una práctica cotidiana, acompañada del constante estudio de las teorías. A pesar de que no se cuente con ningún tratado que codifique o sistematice la enseñanza y la técnica de algunos ejercicios espirituales, Hadot (2006, 26-27) reporta una lista de ejercicios dirigidos a “aprender a vivir”, que eran recomendados por Filón de Alejandría y que son organizados por Hadot en tres grupos: ejercicios mentales, ejercicios intelectuales y
ejercicios de naturaleza más activa.
Algunos de los ejercicios mentales citados por Hadot son “la atención”, “la meditación” y “la rememoración de las cosas buenas”.
De los ejercicios que son más intelectuales se encuentran “la lectura”, “la escucha”, “el estudio”, “la investigación” y “el examen a profundidad”.
Y, entre los de naturaleza más activa, están “el dominio de sí mismo”, “la indiferencia hacia las cosas que no dependen de uno” y “el cumplimiento de los deberes”.
Los filósofos antiguos hacían un paralelismo entre ejercicio físico y ejercicio espiritual: en este sentido, mientras el atleta se ejercita persistentemente en los ejercicios corporales para que el cuerpo adquiera fuerza y vigor, el aspirante a filósofo se ejercita en los ejercicios espirituales para mejorar su salud espiritual.
[…] gracias a los ejercicios espirituales el filósofo proporciona más vigor a su alma, modifica su paisaje interior, transforma su visión del mundo y, finalmente, su ser por entero. La analogía podría resultar todavía más evidente por cuanto que en el
gymnasion, es decir, en el lugar donde se practicaban los ejercicios físicos, eran impartidas también lecciones de filosofía, lo que significa que se llevaba a cabo allí un entrenamiento específico en la gimnasia espiritual (Hadot, 2006, 49).
Para Plotino, el objetivo primordial de estos tipos de ejercicios espirituales es “esculpir” su propia estatua “[…] hasta que brille en ti la claridad divina de la virtud” (Hadot, 2006, 49).
En los diálogos socráticos el verdadero asunto que estaba en juego no era sobre lo que se estaba hablando, sino quién estaba hablando. El interlocutor no aprendía nada y Sócrates no pretendía enseñar algo en particular. A lo que invitaba Sócrates era a que las personas examinaran su propia conciencia, a que se preocuparan por su progreso interior, más que por las riquezas exteriores; a que se preocuparan menos de lo que tenían y más de lo que se eran, para convertirse en personas excelentes y razonables (Hadot, 2006, 34).
Los diálogos de los filósofos antiguos son ejercicios espirituales que pueden ser practicados en común. Su intención es invitarnos al ejercicio espiritual interior, es decir al examen de conciencia, al cuidado de nosotros mismos; la famosa frase de Sócrates “Conócete a ti mismo” parece invitarnos a que busquemos una relación interior con nosotros mismos, para establecer una verdadera relación con los demás. Este ejercicio espiritual implica una capacidad enorme de examinar nuestra conciencia, de reconocernos a nosotros mismos con nuestros defectos y nuestras cualidades, para lograr una transformación profunda de nuestro ser, lo que nos conduce hacia la sabiduría. Los filósofos antiguos nos exhortan a “[…] cambiar de punto de vista, de actitud, de convicción, y por lo tanto dialogar con uno mismo […] supone, al mismo tiempo, luchar consigo mismo” (Hadot, 2006, 37).
Por otro lado, los filósofos estoicos enseñaban a sus discípulos a que tomaran conciencia de que el ser humano está condicionado por su destino. Es decir, que no es libre. La belleza, la salud, la fuerza, el placer o el sufrimiento dependen de causas externas al humano quedando a expensas de los accidentes de la vida, de los reveses de la suerte, de la enfermedad y de la muerte (Hadot, 1995, 143). La salida errónea ante tal situación, según los estoicos, es correr apasionadamente detrás de las cosas materiales y huir de los males que los embargan. Sin embargo, ante la imposibilidad de alcanzar estos dos objetivos, el ser humano cae en desdicha y en infelicidad. “Pero existe algo, una sola cosa, que depende de nosotros y que nada puede arrancarnos: la voluntad de hacer el bien, la voluntad de actuar conforme a la razón” (143). Para estos filósofos, “la voluntad de hacer el bien es la ciudadela interior inexpugnable, que cada uno puede edificar en sí mismo. Es ahí en donde encontrará la libertad, la independencia, la invulnerabilidad, y, valor eminentemente estoico, la coherencia consigo mismo” (143).
Filosofar es aprender a morir; “quien ha aprendido a morir ha desaprendido a servir”. Con esta frase de Séneca, retomada por Spinoza siglos después, Hadot (2006, 42) nos enseña que, para los antiguos, el ejercicio espiritual de la muerte consiste en que debemos cambiar de perspectiva; pasar de una visión de las cosas dominada por las pasiones individuales, a una representación del mundo gobernado por la universalidad y la objetividad del pensamiento. Se trata de morir a las cosas materiales y de darle mucha más importancia a los asuntos que tienen que ver con el espíritu. Tal ejercicio está vinculado a la contemplación de la totalidad, a la elevación del pensamiento para alcanzar la universalidad del pensamiento puro.
La meditación sobre la muerte, bajo forma de ejercicio espiritual, está presente en todas las filosofías y se convierte en un modo de vida muy preciso reorientando la atención hacia
el presente y a vivir mejor. Consiste en “[…] que el alma quede liberada, despojada de las pasiones ligadas a los sentidos corporales, con el fin de independizarse del pensamiento […]. Tal ejercicio conlleva una concentración del pensamiento sobre sí mismo, un gran esfuerzo de meditación, un diálogo interior.” (Hadot, 2006, 40).
Los filósofos Epicúreos, por ejemplo, nos enseñan a que aprendamos a morir; es decir, a tomar consciencia de la finitud de la existencia, a que le concedamos un precio infinito a cada instante, a que cada momento de la vida aparezca cargado de un valor inconmensurable. Los estoicos, por su parte, nos enseñan que aprender a tener consciencia de la muerte, nos hace más libres.
En fin, aprender a morir es un ejercicio espiritual que debe hacernos tomar conciencia del valor infinito del momento presente y de “que es preciso vivir al mismo tiempo como si fuera el primero y el último” (Hadot, 2006, 42).
Pierre Hadot (1995, 266-267) reporta que Gregorio Nacianceno le reprocha a un amigo enfermo por lamentarse de su sufrimiento como de algo irremediable y lo exhorta así:
Es necesario por el contrario que filosofes [es decir, que te ejercites en vivir como filósofo] en tu sufrimiento, es en grado máximo en el momento de purificar tu pensamiento, de revelarte superior a los lazos que te vinculan [es decir al cuerpo], de ver en tu enfermedad una "pedagogía" que te conduce a lo que es útil para ti, es decir a despreciar el cuerpo y las cosas corporales y todo lo que de ellas se deriva, y que es fuente de perturbación y perecedero, a fin de que puedas pertenecer por completo a la parte que está arriba, [...] haciendo de esta vida de aquí abajo (es lo que dice Platón) un ejercicio de la muerte, liberando así tu alma, tanto como se pueda, ya sea del cuerpo (soma), o de la tumba (serna), hablando como Platón. Si filosofas de esta manera [...] enseñarás a muchos a filosofar en su sufrimiento.”
Y un poco más atrás, el mismo filósofo francés cita los principios que deben regir tanto la dirección espiritual como la acción política, enseñados por Platón:
Cuando se dan consejos a un enfermo que sigue un régimen erróneo, lo primero que hay que hacer para devolverlo a la salud es cambiar su modo de vida. Se requiere un cambio de vida para poder curarse. A quien acepta este cambio de vida se le pueden dar consejos […] (Hadot, 1998, 233-234).
Los ejemplos que preceden dejan entrever el cambio de perspectiva que se realiza al considerar las obras filosóficas de la antigüedad a la luz de la práctica de ejercicios espirituales. La filosofía se revela así con toda su originalidad, ya no como algo especulativo y teórico, “aburrido” y sin sentido, sino como un método de formación; es decir, como un camino que nos conduce a una forma de vivir el mundo, como un esfuerzo de transformación de nosotros mismos. Los filósofos antiguos no enseñan que debemos aprender a leer, pues “[…] nos pasamos la vida leyendo, pero en realidad no sabemos leer, es decir, detenernos, liberarnos de nuestras preocupaciones, replegarnos sobre nosotros mismos, dejando de lado toda búsqueda de sutilidad y originalidad, meditando tranquilamente, dando vueltas en nuestra mente a los textos, permitiendo que nos hablen” (Hadot, 2006, 58).
Los filósofos antiguos nos enseñan entonces a que hay que leer las obras filosóficas, poniendo atención a las enseñanzas fundamentales que nos permitan invertir nuestros valores aceptados, “[…] renunciar a los falsos valores, a las riquezas honores y placeres para alcanzar los auténticos valores, la virtud, la contemplación, la simplicidad vital, una sencilla felicidad por el mero hecho de existir” (Hadot, 2006, 52).
El problema más grande que está afrontando la humanidad, con la pandemia del Covid-19 es el temor. Los medios de comunicación y las redes sociales se han encargado de transmitirlo. El confinamiento, el cambio de actitudes en el ser humano también producen temor, ansiedad, estrés. Tenemos miedo a enfermarnos, a perder el trabajo, a que se nos acabe el dinero, a morir o que a que se mueran los más cercanos. En el interior de nuestro psiquismo se instala un combate entre el miedo, la convivencia y la sobrevivencia.
En el contexto actual de crisis, el virus es visto como algo maligno, como el enemigo que hay que combatir a través de medidas drásticas de aislamiento, de abastecimiento, de desconfianza hacia los demás, “porque nos podrían contagiar”. Aunque el miedo no es malo en sí y en ocasiones nos puede llegar a salvar, es bueno saber cómo afrontarlo.
Ante todo, la crisis que atravesamos actualmente con el covid-19 se halla por fuera de los conceptos del bien y del mal. Este virus no tiene, por así decir, ninguna moral, ningún proyecto político, ninguna intención maléfica. Se trata simplemente de una forma de vida que se desarrolla constantemente. Muchos virus están presentes en nuestro organismo y en el ambiente; muchos de ellos son inofensivos y se desarrollan e infectan bacterias que, a la larga benefician el equilibrio de las funciones vitales. Increíblemente, los virus juegan un papel importante en nuestro ecosistema interno. Parece que alrededor del 80% de nuestro genoma proviene de retrovirus y de virus de ARN que han participado durante largo tiempo en la evolución del género humano. El mecanismo maravilloso de la vida se nutre de luchas intestinas para favorecer el desarrollo y el avance de los virus.
Pero en realidad, la crisis actual no es del coronavirus, sino que es crisis de la humanidad. Es el ser humano quien desarrolla una relación entre la naturaleza, el mundo y él mismo.
Por tal razón, el temor en que vivimos hoy nos demuestra que vivimos en un mundo de ilusiones: ilusión de saber, de poder, de inmortalidad, de libertad, de superioridad con relación a los demás seres vivos. Es entonces al ser humano, a la conciencia y a su relación con la realidad, a las que hay que volver a poner en el centro de atención.
El ser humano, en cuanto ser viviente entre otros, ha considerado durante largo tiempo que puede comprender y dominar todo. Ha derribado a los dioses y los ha reemplazado por sus propias reglas. Ha olvidado su naturaleza profunda de ser vivo que evoluciona en un ecosistema complejo, en donde todo está conectado, todo evoluciona, en el que la vida se nutre de ella misma.
La crisis del coronavirus nos incita a redescubrirnos a nosotros mismos y a redescubrir lo esencial: el mecanismo de la vida, nuestra condición de seres vivos iguales a las otras especies, a las leyes de la naturaleza, a la evolución.
Se trata de una aceptación del destino humano entendido como un camino de amor, de serenidad y de felicidad.
Por eso, los filósofos antiguos nos invitan a que practiquemos el ejercicio de la atención. Se trata tener el espíritu vigilante y presente, lo que nos ayuda a tener siempre despierta la conciencia de nosotros mismos, liberarnos de las pasiones provocadas por el pasado o por el futuro que no dependen de nosotros. Facilita la vigilancia y el dominio en la concentración sobre el momento presente y “[…] abre tu consciencia a la consciencia cósmica, obligándote a descubrir el valor infinito de cada instante y aceptando cada momento de la existencia según la perspectiva de la ley universal del cosmos” (Hadot, 2006, 27).
Para practicar la atención, es preciso impregnarse de la regla vital siguiente: “hay que discernir entre lo que depende y lo que no depende de nosotros” (Hadot, 2006, 29). Aplicando dicha regla a los casos particulares y a las diversas circunstancias vitales, la persona
puede transformar su personalidad y llegar a la tranquilidad del alma.
Igualmente, la invitación está hecha para que practiquemos la meditación como ejercicio espiritual, el cual toma diferentes rostros según las escuelas en las que se practicaba.
Los estoicos, por ejemplo, enseñan que tenemos que representarnos de antemano las dificultades de la vida; es decir, debemos fijar en la memoria máximas potentes que nos ayuden, en el momento preciso, a aceptar los eventos, a detener el miedo, la cólera o la tristeza. Estos filósofos enseñaban a sus alumnos a examinar de antemano el programa de la jornada y, al final del día, a hacer un examen de los acontecimientos para mejorar así las acciones siguientes.
Por su parte, los filósofos epicúreos nos enseñan que la meditación ayuda a la relajación y a la cura del alma. En vez de representarnos de antemano los males para asumirlos con fortaleza una vez que lleguen, para ellos es mejor que alejemos al pensamiento de las cosas dolorosas y que fijemos las miradas en los placeres del alma. Se trata de elegir la tranquilidad y la serenidad de manera libre y renovada, el placer intelectual de la contemplación de la naturaleza, del pensamiento del pasado y del presente y el placer de la amistad. Todo esto nos aportará una gratitud profunda hacia la naturaleza y hacia la vida. Para estos filósofos, cuando practicamos la meditación, nos esforzamos por controlar el discurso interior para hacerlo coherente, para ordenarlo a partir del principio simple y universal de la distinción de lo que depende y no de nosotros.
Si queremos progresar, es necesario que nos esforcemos por conducir ordenadamente nuestro pensamiento para llegar a la transformación de la visión del mundo, de nuestro clima interior y de nuestro comportamiento exterior.
Este método, al igual que el de la atención, implica un conocimiento grande del poder terapéutico de la palabra.
El objetivo entonces es el de alcanzar
“[…] un estado vital nuevo y auténtico, en el
cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores” (Hadot, 2006, 25).
El coronavirus es sinónimo de muerte y la muerte, en el plano físico, es un evento dramático y negativo. Pero, ante todo, ella debe ser entendida como un medio que usa la vida para ir más lejos. Más allá de los dramas familiares o personales, el coronavirus anuncia una renovación, un mundo nuevo.
Por eso, siguiendo a los filósofos antiguos hay que ejercitarse en la experiencia de reconciliación interior con la conciencia de la muerte como situación límite; dicho ejercicio prepara y se adelanta a ese “mal”, trayendo como resultado la satisfacción, el gozo del alma, al saber que puede llegar la muerte en ese instante y que se está listo para tal evento. Se trata de un ejercicio pasivo de cuidado de sí mismo y de aceptación del presente que concuerda con el planteamiento de los estoicos, quienes aprendían a no tener miedo “de pensar por anticipado los acontecimientos […] para decirse […] que males futuros no son males, pues no están presentes, y […] que los acontecimientos, como la enfermedad, la pobreza y la muerte, que los demás perciben como males, no son males” (Hadot, 1998, 154).
Ahora bien, el virus es una circunstancia que no depende de nuestra voluntad. Por lo tanto, no debe traernos miedo. En cambio, el cuidado responsable de uno mismo y del de los demás, sí depende de nuestra propia voluntad, lo que tampoco debe ocasionarnos temor, sino más bien debe convertirse en un deber, cuyo cumplimiento, nos lleve a la adquisición de la tranquilidad.
La muerte no es solamente el efecto de la ley de la selección natural, sino un renacimiento de la humanidad. La crisis podría cambiar los comportamientos, traer nuevos problemas, nuevas perspectivas, nuevas ideas humanistas o post humanistas.
Por eso, el virus debe también ayudarnos a conocernos mejor a nosotros mismos. Nuestro
ser profundo se revela más allá de las ilusiones y, por tanto, es necesario acabar con esas ilusiones. Mentalmente debemos morir varias veces, es decir, hay que dejar morir los mundos ilusorios que nos habitan, para poder ver la realidad cara a cara.
Hay seguramente, mucho más que aprender de esta crisis mundial. Lo esencial es no caer en algún tipo de dualismo entre el bien y el mal. Esta crisis trae consigo cosas buenas y malas, dramas y descubrimientos, lágrimas y gozos futuros. Quizás le ayude a la humanidad a orientarse sobre ella misma; a comprender que formamos un cuerpo social íntimo e independiente. A que el ser humano se vuelque hacia sí mismo para ir más lejos, en completa armonía con la naturaleza.
El medio de contaminación de la enfermedad, el aire compartido, pone en tela de juicio nuestra representación de la sociedad como una yuxtaposición de cuerpos autónomos y separados. La epidemia nos hace recordar que todos estamos en peligro y que sólo juntos podemos salir de él. Quizás ese deseo de sobrevivir nos haga aflorar el deseo de aprender a morir, volver a nacer, reconstruir una conciencia ciudadana: ¡aspirar a la sabiduría!
Banicki, K., (2017) Filosofía como terapia: hacia un modelo conceptual, Trad. Daniel López Salort, en: Konvergencias, Filosofía y Culturas en Diálogo, núm., 24, abril, Buenos Aires.
Hadot, P., (1995) ¿Qué es la Filosofía Antigua?
Fondo de Cultura Económica, México.
Hadot, P., (2006) Ejercicios Espirituales y Filosofía Antigua, prefacio de Arnold I Davison, Biblioteca de Ensayo, Editorial Siruela, Madrid.
Hadot, P., (2001) La philosophie comme manière de vivre. Entretiens avec Jeannie Carlier et Arnold I. Davidson, Paris, Albin Michel.
Lozano, A., Meléndez, G.A., (2016) Convertir la vida en arte: una introducción histórica a la filosofía como forma de vida, Colección general Biblioteca abierta Filosofía, Editorial Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
Martínez, Barrera, J., (2008) La Filosofía como praxis una reconsideración de Pierre Hadot, SS&CC ediciones, Centro de estudios de Filosofía Clásica, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Cuyo, Mendoza.
Recibido: 24/06/20 Revisado: 21/10/20 Aprobado: 04/11/20