Marta Rojas Porras
Este encierro me rescata.
La muerte circula por calles desiertas. Toca puertas que no abren.
Ladridos irrumpen los silencios.
Perillas, cerrojos, teléfonos, la compu, el maus;
todo está alcoholizado.
Necesitamos emborrachar al enemigo. Soy de la generación en riesgo.
Nunca esperé que mis miedos, que rasguñaban mi pecho,
hoy acariciaran mis manos limpias y, con abrazo protector los mimara como una madre a su niña
que teme la caverna.
Vivo cada día como un regalo.
Cada mañana
con alabanzas saludo al sol
y recorro el detalle de mis estancias.
Mi jardín se viste de colores
Mi casa deviene en refugio seguro.
En mis aposentos sigo tejiendo esperanzas.
El tiempo que ha de venir no sé si lo viviré,
pero sí sé
que las semillas de mis huertos
liberan la luz e integran la fuerza y la compasión.
“Vivirá el amor”.
I
¿Culpar de mi tristeza a este claustro obligado?
También, en otros tiempos, llorando, abandoné una fiesta. En tardes llenas de sol, las tareas me han atrapado a la casa. Pospuse, con mis perros, la salida al parque.
No quise ir sola al cine.
Cualquier domingo me encerraba y no le abría a nadie. La planta se secó por no regarla.
Pospuse la llamada a la vecina enferma. Me excusé.
Ciertamente, quiero correr por las calles. El pecho se hace hilachas.
Pero esta luna de penumbras no es distinta a la de antes.
El mismo monstruo interior me acompaña.
Hoy, mi lucha, en lo profundo, es la misma, pero, por voluntad propia,
me he mudado con ropajes de luz sin las ansias del escape.
II
El anciano llama
Está más flaco. Más arrugado. Más triste. La ropa y los zapatos le quedan grandes. Viene al Bosque, desde Cartago.
Desde hace como diez años hacía jardines en este barrio. El reumatismo lo inmovilizó.
Ahora busca ayuda para su ser necesitado.
A sus nietos los hemos visto crecer en sus historias. Él los ha cuidado. A su hija la mataron.
Viaja en buses, gratis.
Sostiene la tos del hambre para que no lo bajen. Necesita llevar comida al rancho.
No puede atender el miedo por el contagio.
En su casa no lo espera ningún perro que al olerlo muera de amor.
El “quédate en casa” le retumba,
hueco, en su cansado paso.
Llegó la lluvia.
Las flores marchitas guardan sus colores para otra temporada. Los verdes, desbordantes, brotan sin ninguna sutileza.
Todos sus tonos se aferran a las grietas de la casa.
Las salidas del sol y las mías a las calles se restringen a la mañana.
Ese parque vacío de risas infantiles, con la mueca más triste,
desdeña mi saludo.
¡Parques sin juegos, tiempos de muerte!
Los campos de frontera acaparan el audio.
Hormigueros indocumentados se enferman y contagian.
Se calla la complicidad de coyotes y la presión empresarial
por mano de obra barata.
Se alimentan los odios.
El portón de la casa rechina.
Los perros me reciben con su ritual de entusiasmo.
En la sala, la pandemia democrática,
la que no escoge ni color ni clase −decían−
ha destapado su rostro:
En su cara, la más evidente cicatriz de la pobreza.
Llueve.
Suavemente el sonido roza la cicatriz del cuello. El olor se inunda de pétalos.
La tortura pasará.
Un esqueleto se mece en el parque, perturba los sueños.
Tocan la puerta.
Nadie abre.
La basura obstruye la alcantarilla. Esto pasará, dicen.
¿Volveremos a mordernos los talones?
¿Mientras los buitres, unidos, acaparan y custodian la carroña,
cual alimañas maltratan a las abejas del polen, y como quebrantahuesos,
desde sus alturas,
las tiran contra las rocas para alimentarse de ellas, podremos, igual que jirafas,
estirar nuestros lazos
con alto sentido de conciencia e intuición para conformar,
desde abajo,
una convivencia más austera, comprometida con toda la creación y solidaria?
¿Será que esto pasará?
Hay un gran silencio en la balsa… Estamos tan cerca de la muerte, estamos tan dentro del vientre del mar,
que ya ni siquiera las caras alcanzan a mentir. Océano mar de Alessandro Baricco
El estruendo del mar y del viento se mece en la sala,
en la habitación de la pantalla
se vomitan las calles y las puertas de las casas. Odiseo sucumbió al canto de las sirenas.
La tormenta
alcanza los corredores
y desprende las cortinas.
Queda a la intemperie la biblioteca.
Un viejo que leía cartas de amor es revolcado por las olas.
Se estremecen los aposentos íntimos. Penélope cultiva en el jardín su paraíso.
El recogimiento devela
un mundo global enfermo y chico.
El agravio voraz de Grecia contra Troya se desenmascara en esta pandemia.
Bajo el manto universal
se destapan provisiones desiguales.
María quiere que su hijo reparta peces y multiplique panes.
Él quiere hacer vino del agua para alegrar a Magdalena.
¿Encontraremos la luz al final de esta tormenta?
¿Se hundirá Ítaca con sus Telémacos?
No podría cantar,
“si no creyera en la esperanza”.
Recibido: 07/10/20 Revisado: 21/10/20 Aprobado: 04/11/20