MARÍA PÉREZ YGLESIAS 129


María Pérez Yglesias


Contrapunto en pandemia


Ayer, 3 de abril del 2020, llovieron lágrimas para abonar la tierra a la que regresaste. Nery Barrientos, te quise desde el poema, la anécdota, el sentido del humor y del amor, tu compromiso y lucha solidaria, tu valentía y tu escritura.

Te quise y te querré siempre.


María Pérez Yglesias


Un viaje familiar a casa de mis hijos, en San Diego, junta a tres hijas y ocho nietos entre Nery y yo. Pasamos una navidad cargada de encuentros, regalos, paseos, sonrisas y, también, de malos presagios. Ya se empieza a hablar sobre un virus contagioso y de los riesgos que puede implicar su expansión. La salud de Nery se deteriora día con día y nuestro viaje de regreso resulta una trágica aventura. Ya en San José, intentamos mantener el equilibrio. Existen demasiados flancos médicos y emprendemos una lucha titánica para lograr vencerlos. Nuestra lucha es tan fuerte como la que se vive ya en Italia, Francia o España. Lo más difícil para Nery -y para quienes lo amamos- es la pérdida paulatina de destrezas, de movilidad e independencia, con una mente lúcida y una memoria casi intacta. Sacamos adelante los males del cuerpo, pero su cerebro se atrofia cada vez más. En Europa mueren miles de personas adultas mayores y el ensayo-error de cientos de científicos, no es suficiente para para el genocidio. El extraño coronavirus ocupa cada día más espacio en las conversaciones. Existen dudas, cierto temor de que llegue al país. Las noticias son contradictorias, a veces absurdas, y

en general preocupantes. Hablamos sobre la famosa gripe española que recorre Europa en la segunda década de los veinte y termina con la vida de 50 millones de personas. Les cuento cómo mis abuelos le sobreviven a la catástrofe y les recuerdo que en nuestro caso –y no solo por la edad- somos de altísimo riesgo. Nery asiente con la cabeza, pero ya se le siente derrotado. Comentamos sobre el sida, el ébola, pero nunca imaginamos lo que sucedería. El nivel de contagios en Costa Rica es tan alto, con el primer caso detectado, que el cierre de fronteras parece inminente. La situación de Nery es cada vez más angustiante y su cerebro controla pocas funciones. Los países tampoco logran controlar el Covid-19. Estamos tristes, devastados. Los grises, cada vez más intensos, impiden ver la luz. La venida de la familia y los amigos, uno de los pocos bálsamos para la situación, disminuyen hasta casi desaparecer. Las dificultades con los medicamentos, los exámenes y visitas de los doctores, aumentan. Nuestro sistema de salud parece exitoso, pero no se sabe hasta cuándo. La soledad confabula con la incertidumbre y la esperanza de sobrevida va quedando en el olvido. Está claro

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que Nery no se salva y el país tampoco. Ese marzo caliente hace más largos los días, multiplica las horas, los minutos, la pesadumbre. Celebramos el cumpleaños de mi compañero inseparable y el de Daniela, mi nieta mayor, tratando de conjurar nuestro drama. Pocos se atreven a acompañarnos. La situación en San José se agrava y, ya por entonces, se teme un colapso del sistema de salud a mediano plazo. Una amiga querida baila tango para Nery, ahora recluido en su silla de ruedas. Es su último espectáculo y él lo sabe. En el planeta se inicia la búsqueda de una vacuna que detenga la peste y nadie sabe lo que va a suceder. Su hija mayor llega desde Madrid, pero la menor debe anular su vuelo por el riesgo a no poder regresar a los Estados Unidos. Poiesis, nuestro taller de literatura me dedica el día de la mujer y a pesar de su deseo, Nery debe permanecer en casa. Las voces de alarma corren por las redes sociales, las informaciones en los medios, el boca a boca. Me duele profundamente. Ese diez de marzo, tres cuartas partes de las personas confirmadas -incluso participantes directos- se disculpan y se quedan en casa. Es el último acto público masivo en San José. La angustia sube por las paredes de nuestro hogar y los sentimientos luchan en nuestro interior. Afuera, la ansiedad penetra en todos los rincones, a pesar del escepticismo de unos pocos y la seguridad de quienes creen en milagros. La publicación del último texto que leímos juntos, Las cyberbrujas en Valle Escondido, llega a casa y ni siquiera puede sostenerla en sus manos. La gente de

cultura empieza a sentir manos de gigante sobre su espalda. La vida parece estática. El encierro ahoga. Ahoga el miedo de futuro. Me ahoga el temor de su partida, el dolor de verlo sufrir. Manos, mascarillas, suelas de zapatos, olores distintos, limpieza… simbolizan la culpa de los contagios posibles, que todos llevamos adentro. Los abrazos, los besos, el permanente contacto entre nosotros contrastan con las órdenes estrictas de tomar distancia. El ambiente se siente cargado, las calles vacías. Abunda el desconcierto. La agonía resuena en las paredes, en cada poro de la piel. El gris plomo ennegrece. Al final, solo la familia muy cercana, una urna con polvo en la sala de estar y mensajes afectuosos de quienes, a pesar de la pandemia, se enteran de su muerte. Imagino su cuerpo volando en llamas y conservo sus cenizas sin entierro, sin viaje en avión hacia Isla Negra. Conservo sus restos, en este mundo en caos y me autoexilio en Guanacaste. Parece que nada logra vencerme. Ni las largas enfermedades, ni la fractura, ni el coronavirus, ni la desolación y el vacío, ni las deprimentes noticias cotidianas. Me amarro a mis hijos y nietos, a mis amigos, a la escritura. Reflexiono, recuerdo, hablo con mi garrobo amigo, salvo libélulas y mariposas, abrazo el agua y respiro profundo.


Recibido: 07/10/20 Revisado: 21/10/20 Aprobado: 04/11/20