Dina Espinosa Brilla


Reseña del libro coordinado por Álvaro Carvajal Villaplana, Derechos Humanos, crímenes contra la humanidad y justicia transicional: Una perspectiva filosófica (2020), San José, CR: Guayacán (270 páginas)



dar lugar a esta publicación.


La obra aquí reseñada es el resultado de un curso de maestría del postgrado de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, desarrollado en el 2015 en la sede de

Occidente (ciudad de San Ramón), de cuyos trabajos de investigación se profundizó para


parte se complementa con el trabajo de Alejandro Acuña Mora sobre las guerrillas colombianas, titulado “Ente la violencia y el anhelo de justicia: El papel del pluralismo político en los acuerdos de paz de La Habana”. La primera parte termina con Memoria de la masacre del Codo del Diablo” de Andrés Molina Araya, sobre el asesinato de seis dirigentes de izquierda en 1948, por parte del ejército en Costa Rica. La Parte II: Perspectivas y temas sobre Derechos Humanos, incluye tres investigaciones. Greivin Corrales Vázquez hace un análisis sobre la banalidad del mal y el mal radical, en el marco del problema del mal. José Matarrita Sánchez y Gabriela Sibaja Fernández desarrollaron “La reivindicación del resentimiento desde el horizonte filosófico de Jean Améry: Clave hermenéutica para analizar el caso de las

El texto se compone de cinco secciones, una introducción en la que Álvaro Carvajal Villaplana distingue ente crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra; una Parte I: Casos de Derechos Humanos y crímenes contra la humanidad, también escrita por el profesor Carvajal Villaplana, en el que realiza un estudio sobre “los crímenes contra la humanidad del socialismo histórico (1917-1990)”. En esta misma sección aparece un artículo de Carlos Rodolfo González Zúñiga, en el que problematiza la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa (México, septiembre 2014), “desde un ingreso filosófico sobre el daño, la justicia y la memoria colectiva en el ámbito público de la sociedad contemporánea”. Esta

desapariciones forzadas durante la guerra civil de El Salvador (1980-1992). Por último, Eduardo Tavares de Farías trabajó “Pobreza, violencia, daño y Derechos Humanos en la construcción de una ruta para pensar la aplicación del imperativo Nunca Más. En la tercera parte se consignan los datos de los autores y en la cuarta parte hay un índice analítico.

La obra persigue “[…] identificar las principales condiciones, componentes, problemas y límites que ha de considerar una teoría de la justicia global (o universal) adecuada para el análisis de los casos de crímenes contra la humanidad […]” (12). Este esfuerzo investigativo vendría a aclarar y ayudar a prevenir las interrelaciones entre daño,


VOL. 2, No. 3: 183-191, Enero-Julio, 2021 / ISSN 2215.6089.


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responsabilidad, esfera pública y Derechos Humanos. Es importante aclarar la noción de “crímenes contra la humanidad” como la violencia ejercida por regímenes políticos dictatoriales autoritarios, para la represión de la población y de la oposición, que pueden perpetrarse de manera aislada o como genocidio. Tales crímenes contra la humanidad forman parte del Derecho Internacional Humanitario (DIH), y son reconocidos oficialmente en 1945 en la Carta del Tribunal Militar Internacional y por el tribunal Nuremberg, así como en las convenciones de La Haya (1899 y 1907) (16). Este reconocimiento de los crímenes contra la humanidad coincide con el reconocimiento del principio de justicia global; el cual, es una norma específica contra la impunidad, ya que trasciende la jurisdicción nacional y obliga a perseguir este tipo de crímenes con independencia de la nacionalidad de la víctima o del agresor. Entre los crímenes contra la humanidad figuran, por ejemplo, el uso de armas biológicas, químicas, y tóxicas, el uso armas prohibidas como minas o proyectiles de racimo, ataques indiscriminados a la población civil, uso de ataques por grupos como los escuadrones de la muerte, acciones de depuración étnica, campos de concentración y trabajos forzados, castigos colectivos, deportación, tortura, genocidio, violación sexual, esclavitud sexual, embarazo forzado en conflictos armados, niños, niñas y adolescentes soldados, desaparición forzada, masacres, bombardeos aéreos de alfombra, experimentos biológico-médicos con prisioneros o población civil, o uso de humanos como escudos.

El análisis de los crímenes contra la humanidad del socialismo histórico (1917-1990), que desarrolla Carvajal Villaplana, arrancan de un ciclo de cine sobre la temática (impartido en el 2012, en el marco del proyecto de investigación sobre la imagen como construcción de la memoria y la voz de la víctima en la víctima de crímenes contra la humanidad, desde una perspectiva filosófica). En este caso, la muestra fílmica persigue generar en el espectador una modificación de su forma de pensar, a partir de componentes, estéticos,

emotivos y cognitivos; el cine aporta una “impresión de realidad”, desde una muestra de carácter crítico, de denuncia social y política contra los crímenes contra la humanidad y la violación de los Derechos Humanos: “El cine, por medio de las imágenes, ansía establecer una memoria ejemplar, en la que los acontecimientos ocurridos en el pasado son proyectados al presente, para fijar el imperativo de Nunca Más” (27).

En este capítulo se utilizan nueve filmes, que narran acontecimientos de diferentes regímenes socialistas y las atrocidades que cometieron la expropiación y los campos de trabajos forzados (GULAP), así como la hambruna y la pérdida de la libertad, el miedo a la represión (reclusión, desaparición, tortura y muerte) fueron las estrategias más fuertes utilizadas por el régimen de poder de la URSS (así como en otros regímenes de izquierda) sobre la población civil. Las voces de las víctimas, y la crítica a este proceso, se hacen sentir por medio de los filmes analizados. Con la afirmación “solo nos queda la violencia. La violencia es nuestro punto de apoyo”, referida a Lenin (en la película Taurus,). En el filme Taurus (Aleksandr Sokúrov, 2001) se muestra la represión dirigida a la población: “El miedo y el terror ya estaban instalados en la Cheka: la toma de rehenes, las detenciones masivas, los fusilamientos de personas en función de su origen de clase y otros hechos conformaron un legado de Lenin” (Williams, 2003, 24. En Carvajal Villaplana, 2020, 31). Este terrorismo de Estado se considera parte de la Revolución, nada tiene más valor, y por ello el derecho a la vida no es absoluto (33). Tampoco la libertad, que deja de ser un derecho para volverse un privilegio, según se considerara la libertad como revolucionaria o contrarrevolucionaria. Este proceso de la URSS se complementa con el filme Stalin (I. Posser, 1992), en el cual Stalin lleva el terror a niveles más altos y lo universalizó; ya que para Stalin “[…] las víctimas eran insignificantes, desde la perspectiva histórico, en el largo plazo quedarían olvidadas” (Glover, 1995, 255. En Carvajal

Villaplana, 2020, 39). El totalitarismo soviético

eliminó cualquier posibilidad de denuncia contra el genocidio, la limpieza étnica, como lo atestigua el filme Quemados por el sol (Nikita Mikalkov, 1994), donde no existió posibilidad alguna de justicia, ya que no la oposición, real o potencial, debía ser erradicada. En el filme El ladrón (Paavel Chukrhrai, 1997), muestra el maltrato a los niños huérfanos originados en la guerra y postguerra, que por miles llenan los orfanatos, y muchos terminan ligados a la mafias rusas (53). Además, los campos de concentración (conocidos como los GULAG soviético), que llegaron a ser unos 470 campos, albergaron a 18 millones de personas, utilizadas para realizar trabajo esclavo y asesinato masivo: “[…] eran herramientas calculadas para los propósitos deseados, las cuales expresan la fundamentación ideológica de los regímenes y sus dirigentes. […] comenzaron con los supuestos enemigos reales internos, luego con aquellos que se volvieron un obstáculo para la transformación económica, social y política; por último, incluyeron a toda aquellas víctimas de la paranoia creciente de Stalin” (Goldhagen, 2010, 442. En Carvajal

Villaplana, 2020, 54-55). Por ejemplo, en Kolymá (Siberia), poseía una estructura pensada para infringir el mayor sufrimiento posible a las víctimas antes de morir, tales como hambre, trabajo sobrehumanos, falta de sueño, suciedad, insectos, terror de los criminales, sensación de injusticia añoranza, miedo. No bastó la destrucción física, de previo estaba la destrucción moral de la persona prisionera. Este tipo de crímenes están contemplados y condenados en el Derecho Humanitario Internacional, en los Convenios de la Haya (1899 y 1907), En el Estatuto del Tribunal Internacional de Nueremberg (1945).

En el filme El cometa azul de Tian Zhuanqzhuanq (1993) relata la condición de millones de ciudadanos, durante la dictadura comunista de Mau Zedong (conocido como Mau Tse-Tung) convertidos en esclavos en los campos de trabajos forzados, en los que se explotó a unos cincuenta millones de víctimas, de las cuales unos veinte millones murieron, hasta la década de los años ochenta. El método

de reducción de las víctimas fue el hambre, que afectó más duramente las regiones del norte y el noroeste. Los prisioneros que llegaron a ser liberados debían guardar silencio sobre lo que habían vivido.

Entre estas víctimas se encontraron diez mil campesinos a los que […]


[…] se ordenaba romper todos los utensilios de cocina […] para impedir de este modo a alimentación y cualquier deseo de meter la mano en los bienes de la cooperativa. Incluso se prohíbe cualquier tipo de fuego, cuando el rudo invierno se acerca. Los excesos de la represión son terroríficos: torturas sistemáticas a millones de detenidos, niños muertos, puestos a hervir, luego utilizados como abono (Courtois, et al., 550. En Carvajal Villaplana, 2020, 66).


La rebelión maoísta enardeció a los jóvenes contra la cultura y las costumbres, contra las ideas y hábitos, para generar la llamada revolución cultural. Si bien la juventud sirvió a Mao para depurar el estamento militar y el Partido Comunista. Sin embargo, los jóvenes solo impusieron el caos, y entre 1968 y 1969, que generó enfrentamientos, entre las provincias de Guangdong y Jiangxi, en los que murieron miles de personas. Por ello, Mao reconoce el fin de la Revolución Cultural en 1969.

Otro episodio que generó crímenes contra la humanidad aconteció en la revolución de los jemeres rojos (Camboya, 1970-1979), dirigidos por Pol Pot-leng Sary, quien comandó el Partido Comunista de Kampuchea. Los jemeres rojo se consideraban maoístas, e imitaron el exterminio de Mao y Stalin; que los llevó al rechazo extremo del antiguo régimen monárquico, a priorizar la vida agrícola sobre la vida en ciudad, el odio por Occidente (representado por Estados Unidos y el neocolonialismo), y la ruptura con el extranjero. Sin embargo, los trabajos forzados de adultos, ancianos y niños, sumado a las masacres, torturas, hambre y muerte, que sumaron al menos dos millones de personas, que terminaron en los campos de concentración para morir por inanición, una muerte lenta, con el

único fin de hacer sufrir a sus víctimas: “[…] los criterios que justifican llamar a esta masacre y exterminio como genocidio, tiene que ver con las categorías de las víctimas y los tipos de mortalidad, lo que revela la intencionalidad política e ideológica de esta desaparición masiva” (Bruneteau, 2004,171. En Carvajal Vilaplana, 2020, 76).

El filme Indochina (Régis Wargnier, 1992) aborda el inicio de la revolución vietnamita contra el colonialismo francés y la intervención de Estados Unidos. En esta guerra, ambos bandos realizaron violaciones contra los Derechos Humanos; por ejemplo, el Comando Charlie (ciento veinte soldados estadounidenses) masacró a los civiles de la aldea de My Lai (1968). En contraste, la masacre de Hué fue perpetrada por el Ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong, en la que se encontraron dos mil ochocientas víctimas en las fosas comunes. En Vietnam los campos de concentración y flagelo perduraron hasta 1986, cuando se ordenó la liberación de la mayor parte de los presos políticos.

Por último, el filme 12:08 al oeste de Bucarest (Cornliu Pormboiu, 2006) relata los acontecimientos que desatan el derrocamiento del dictador Nicolae Ceaușescu en la República Socialista de Rumanía (1967-1989); cuyo régimen represivo contó hasta ochenta mil víctimas a lo largo de veinticuatro años, con una represión selectiva que sometió a hambre crónica a las víctimas de los campos de trabajos forzados.

La desaparición de cuarenta y tres estudiantes de la Escuela Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa (México 2014), es analizada por Carlos González Zúñiga, en su artículo La problematización de los 43 desparecidos de Ayotzinapa desde un ingreso filosófico sobre el daño, la justicia y la memoria colectiva en el ámbito público de la sociedad contemporánea. El cual se basa en la investigación del Grupo Interdisciplinario de Exertos Independientes (GIEI), a petición de la Comisión Internacional de Derechos Humanos. El autor parte de la concepción de daño como “[…] una dimensión

privada e insondable, que afecta a los implicados y sus familiares de manera única, […] que no excluye que, a nivel de espacios públicos, la solidaridad y acompañamientos a las víctimas sea un elemento necesario para afrontar el daño”

(93). El propósito de este análisis es “[…] evidenciar que los espacios públicos son los escenarios para que ese dolor privado se acompañe de otras voces y trascienda más allá del dolor existencial, hacia una demanda política de justicia y atención a las víctimas” (93). A su vez, la noción de justicia está ligada a las agresiones en los espacios públicos, en los cuales no hay garantía de la integridad de las personas:


El problema político del daño en los espacios públicos repercute en la necesidad de garantizar la seguridad dentro de estos espacios; esta necesidad es un elemento normativo imprescindible, […] Es precioso dimensiona el daño como una vía para emprender acciones políticas para que lo ocurrido no vuelva a suceder. Es mandatorio que se aplique todo el peso de la justicia a los perpetradores y a la atención integral de las víctimas, proceso que conlleva un largo trabajo de esclarecimiento y diálogo responsable” (95).


En el caso de los estudiantes desaparecidos, la institucionalidad mexicana es acusada de estar coludida con el narcotráfico. Los estudiantes desaparecidos viajaban en uno de los cuatro autobuses que se dirigían a una manifestación al Distrito Federal. Este autobús, el Estrella de Oro, fue detenido por patrullas de la policía municipal de Iguala, y de ahí en adelante no se supo más. Parte de la reparación del daño supone la atención integral de las víctimas y de sus familiares. Este apoyo implica una complejidad psicológica, social y económica, el cual no se dio en el caso de los familiares de Ayotzinapa. Lo único que ha quedado a los familiares y amigos, es mantener la memoria de los hechos ocurridos, no callar por el reclamo de respuestas. En ese sentido, ha sido generados una serie de documentales, audios, así

como gráficas, en busca de la vedad de los hechos.

El siguiente caso contemplado en el libro es sobre el conflicto social en Colombia, desarrollado por Alejandro Mora Acuña, en su artículo Entre la violencia y el anhelo de justicia: El papel del pluralismo político en los acuerdos de paz de La Habana. En este caso, la guerra entre las FARC-EP y el Estado ha generado también un conflicto social. En este caso, “el papel de la justicia transicional es central en dicho proceso […] va a generar herramientas y mecanismos capaces de esclarecer la verdad sobre el conflicto, sentar responsabilidades, buscar la reparación y la reconciliación entre las partes (123). Una opción para la negociación de la paz, de manera más perdurable, tras más de cincuenta años de conflicto, sería el pluralismo político, el cual consiste en ejercer tolerancia hacia las diversidades de concepciones políticas, religiosas y morales, dentro de una misma sociedad:


Cuando se trata de la inclusión de la oposición política, los mecanismos de la justicia transicional tienen que enfatizar el desarrollo de las condiciones que permitan la tolerancia y seguridad a grupos opositores dentro del ámbito democrático, buscando así afianzar el pluralismo político, además de trabajar para lograr la reconciliación, algo que el Estado colombiano tal vez no está en la capacidad de realizar (124).


La justicia transicional, cuyo fin es la toma de medidas jurídicas y políticas por parte del Estado para la reparación de las violaciones masivas de los Derechos Humanos, tendría que ayudar a la transformación del aparato militar y paramilitar que ha venido operando en Colombia, con el siguiente saldo de víctimas, entre los que se cuenta el asesinato de dos candidatos presidenciales, siete congresistas, trece diputados, once alcaldes, sesenta y nueve concejales, tres mil dirigentes y militantes de base, más de mil desaparecidos, veinte atentados en sedes políticas, quince masacres, atentados

contra la libertad de prensa, miles de desplazados y torturados (Mercado, 2005. En Carvajal Villaplana, 2020, 129). Y a esto se añade el llamado “falso positivo”, que consiste en hacer pasar a las víctimas civiles como guerrilleros para cobrar recompensas (Cárdenas y Villa, 2013. En Carvajal Villaplana, 2020, 130).

En Colombia no se ha logrado generar un proceso de paz, tolerante y respetuoso con la memoria de las víctimas:


[…] en la historia reciente de Colombia se registran varios procesos de desmovilización, de grupos de izquierda y de derecha (como los paramilitares), pero todavía existe una gran variedad de actores en el conflicto. […] no todos los desmovilizados han pasado a insertarse en la sociedad, otros han sido asesinados o se han reintegrado a otras organizaciones o a grupos de narcotraficantes (133).


La justicia transicional busca la transformación de las instituciones sociales, para generar un marco de legal que también permita una sociedad menos violenta, con estabilidad social, económica y política. Esta transformación se describe como:


No se busca la impunidad de los crímenes, pero se trabaja para que el sometimiento al proceso por su voluntad genere castigos que busquen la reintegración social. No pasa lo mismo con quienes se demuestre que cometieron crímenes contra la humanidad, pues estos casos son judicializados por la Corte Penal Internacional, con el objetivo de que no haya impunidad, exista reparación y con ello se avance en el perdón y el trabajo para una posterior reconciliación (Mora Acuña, en Carvajal Villaplana, 2020, 134).


Con los últimos acuerdos de La Habana (2012-2016) entre el gobierno colombiano y las FARC-EP, se logró negociar algunos puntos, como la generación de una política agraria integral para erradicar el hambre, el pluralismo político con participación de las mujeres y

promover una cultura democrática de tolerancia en el debate político; búsqueda de solución al problemas de las drogas ilícitas y erradicación de los cultivos, prevención y tratamiento para personas adictas, lucha contra el narcotráfico y las bandas criminales; reconocimiento de las víctimas y esclarecimiento de la verdad desde el enfoque de justicia transicional. Como obstáculos para lograr estos acuerdos están los problemas del narcotráfico y de la minería ilegal; lo cual genera una inseguridad que no favorece el desarme.

Otro caso de intolerancia política, persecución y muerte, es el que presenta Andrés Molina Araya, en su artículo Memoria de la masacre del codo del diablo, hecho ocurrido el

18 de diciembre de 1948, que se refiere a la detención y asesinato arbitrario de seis personas, entre ellos, cuatro dirigentes comunistas, en Costa Rica, al finalizar la revolución de 1948. Esta investigación se basó en distintas voces:


La primera voz carece de existencia […]; la segunda voz, contamos con testimonios de personas contemporáneas a los hechos y que tuvieron noticia de los acontecimientos; en relación con la tercera voz, se tiene noticia de un juicio de los hechores del crimen que nunca llegaron a cumplir la pena, así como de investigaciones posteriores (148).


Los hechos de persecución y muerte de los líderes sindicales quedan como evidencia de una lucha por la justicia social, y en tanto hechos del pasado, marcan el presente y la historia y orientación de los movimientos sociales en Costa Rica, en particular, la del Partido Comunista. Los dirigentes asesinados fueron Tomás Vaglio (dirigente destacado de la región de Siquirres) y Lucio Ibarra (organizador del movimiento campesino de Guácimo), habían tenido participación en la gran huelga bananera de 1934. También fueron asesinados el diputado electo (febrero 1948) Federico Picado (secretario de la Federación de Trabajadores de Limón) y Octavio Sáenz (dirigente ferroviario y responsable de la organización del partido de

Limón), y ambos se destacaron en la lucha contra la United Fruit Company. Carlos Aguilar (de Guápiles) fue confundido con el dirigente obrero Fernando Aguilar. Por último, Narciso Sotomayor (nicaragüense) tuvo una disputa personal con el comandante de la plaza del puerto, y también corrió la misma suerte. Estos hechos atestiguan que la persecución al sindicalismo y comunismo en Costa Rica ha sido un daño evitable, que no era necesario para erradicar estos movimientos que perviven en la sociedad. El Partido Comunista de ese entonces en Costa Rica, se sumó a una guerra interna, como aliado del movimiento Calderonista (acusados de fraude electoral en las elecciones de 1948) que perdió; sin embargo, esa lucha se da en el contexto de la “guerra fría”, por lo que la presión contra el Partido Comunista se da como vencidos y como obstáculo a los cambios sociales, políticos y económicos de los sectores de la burguesía emergente que respaldó a José Figueres Ferrer. Este sector político-económico vencedor, buscó el apoyo de la embajada norteamericana, como socio importante para el desarrollo económico que se perseguía. También debe tenerse en cuenta que, en ese momento, Figueres Ferrer formaba parte de la Legión del Caribe (década de los años cuarenta del siglo veinte, cuyo propósito era derrocar a los dictadores de América). No obstante, “[…] si los forjadores de los cambios sociales hubieran sido solo los líderes, no hubiera sido necesaria la persecución de las personas trabajadoras, como sucedió en la realidad” (168).

En la segunda parte del libro, inicia con

¿La banalidad del mal radical? Consideraciones en torno al problema del mal de Greivin Corrales Vásquez, dedicado al análisis del mal radical y el daño al otro en el pensamiento de Hannah Arendt e Immanuel Kant, referido a los totalitarismos del siglo XX y sus consecuencias filosóficas y políticas vistas en el juicio de Eichmann (Israel, 1961). El concepto de mal-daño, es un daño directo que ejerce un humano haca un otro, ya sea este humano o de otra especie: “[…] la violencia, la masacre, a tortura, la indiferencia, son entendidas como un daño que

alguien comete, mientras otro lo recibe contra su voluntad” (177). Este concepto de mal-daño se refiere a “[…] un daño directo que se infringe a un ser humano o a alguna otra especie, pero provocado también por otro ser humano” (176); entre este tipo de mal-daño están la violencia, masacres, torturas, indiferencia, ajenas a la voluntad del que las sufre y que pudieron ser evitadas. Este mal-daño puede entenderse parecer instrumental en los totalitarismos, en los cuales se intenta “racionalizar” para justificar el infringir el año como instrumento del poder (como caos antes mencionados en el texto). Sin embargo, el mal radical remite a hechos inhumanos de los totalitarismos, y es un mal no “racionalizable”. Por ello, H. Arendt propone la categoría de banalidad del mal. Tal es el caso del juicio de Eichmann (Jerusalén, 1961), “[…] un sujeto moral que cometió las peores atrocidades por motivos que bajo ningún punto de vista podían ser calificados de malignos” (188). La banalidad del mal se desarrolla dentro de la normalidad burocrática de quien recibe órdenes y debe cumplirlas. La controversia de quien ejecuta sin cuestionar la órdenes recibidas, en el afán de cumplir obligaciones, y ser parte de una maquinaria del mal, implica una reducción del otro ser que sufre las consecuencias; no obstante, imputar una categoría del mal, ya sea el mal radical de Kant o el mal banal de Arendt, no siempre resultan categorías suficientes para explicar el fenómenos de la violencia: “La violencia es un fenómeno que desborda las categorías tradicionales, por tanto, nos obliga a repensar constantemente los parámetros que usamos para identificarla, los criterios que adherimos para justificarla y las estrategias prácticas para combatirla” (200).

El acto de resentir (volver a sentir), desde el enfoque de Jean Améry, es abordado por José Matarrita Sánchez y Gabriela Sibaja Fernández, en su artículo La reivindicación del resentimiento desde el horizonte filosófico de Jean Améry: Clave hermenéutica para analizar el caso de las desapariciones forzadas durante la guerra civil de El Salvador (1980-1992). En este caso, el resentimiento es una manera de

fomentar la memoria histórica, como parte de la idea de justicia global, que permite no perder el rastro de las injusticias sufridas:


La variedad de circunstancias vitales en lo tocante a las víctimas es muy amplia, en este caso particular el estudio se concentra en experiencias extremas como las desapariciones forzadas, es, precisamente, ante un contexto como el anterior donde resulta válido dar espacio al resentimiento como una mediación ética para expresar el dolor de una memoria silenciada; de este modo, el resentimiento se puede repensar como un valor con fuerte autoridad moral en expresiones como la enunciada por una víctima salvadoreña, con identidad protegida, a quien le arrebataron a su hijo de dos meses de edad […] (209).


Améry no acepta los postulados de Arendt, ya que le resultan insuficientes, así como intentar superar lo ocurrido con el olvido, lo considera una manera de ignorar y silenciar el dolor de las víctimas, y dar lugar a la impunidad, en vez de hacerles justicia:


[…] la crueldad aplicada en El Salvador no pueden ser actos cometidos por personas comunes. Estas categorías de barbaries se asocian con individuos y grupos cuya ideología y cosmovisión promueven el exterminio de otros. Es decir, no hay tal banalidad del mal, el victimario sabe que está cometiendo un crimen, pero simplemente encuentra razones “jurídicas” (principio de obediencia), religiosas, pseudoéticas o de cualquier naturaleza para justificarlo (210).


En el caso de las desapariciones forzadas de miles de niños y niñas, durante la guerra civil de El Salvador, la Organización de Estados Americanos (OEA, 1994) aprobó la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, que fue el primer instrumento jurídico para hacerle frente a una práctica impune que se realizó en El Salvador, desde la década de los años setenta. Fue así como la Comisión interamericana de Derechos Humanos (1978), a

solicitud de la Iglesia Católica (entre otros), que dio lugar a un informe que puso en evidencia las violaciones a libertades y garantías fundamentales que la Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969), a pesar de ser El Salvador signataria de esta.

Entre los modos de desaparición de las víctimas, se encontraron procesos de adopción de los menores sustraídos de manera ilegal, para ser adoptados, de manera legal, en el extranjero; también se dieron apropiaciones y adopciones “de hecho”, incluso de menores que no estaban inscritos. Hay subregistro de la trata de menores, así como de la venta y asesinato. Hoy en día, las desapariciones de menores continúan, y aunque se han dado actos públicos de perdón y asignación moral de responsabilidades, no ha sido suficiente la investigación de estos hechos, y menos la aplicación de las sanciones correspondientes.

La condición de pobreza en general y la pobreza extrema suponen una violación de los Derechos Humanos, en ese sentido, Eduardo Tavares De Farías, en su artículo Pobreza, violencia, daño y derechos Humanos: La construcción de una ruta para el pensar la aplicación del imperativo Nunca Más, señala una reflexión para combatir la pobreza extrema, a partir de concebir los deberes de justicia social global en el papel del Estado en el Sistema Internacional; de la idea de mínimo global para la demanda de justicia global; desde las nociones de pobreza, violencia y daño y verificar la validez de imperativo Nunca Más según el enfoque de justicia social global.

La justicia social global atiende a dos exigencias, una como deber humanitario, entendido como un deber moral independiente del contexto sociopolítico y político institucional; y como deber sociopolítico, cuyas demandas proceden y justifican dentro de una estructura sociopolítica existente y ligada las instituciones. Esta estructura debe ser propiciada y sostenida por el sistema internacional, a partir de la noción de mínimo global:

Se utiliza la noción de mínimo global con el objetivo de sostener que, independientemente de no haber una estructura unificada y un soberano legítimo, el sistema internacional se caracteriza por el funcionamiento de un conjunto de normas y procedimientos reconocidos, y por las relaciones complejas de interdependencia entre diferentes sujetos de derecho internacional y demás actores. En tal estructura discontinua, los Estados se relacionan entre sí y con distintos actores internacionales, en donde se establecen relaciones de poder que pueden ser expresadas individualmente o en grupo/bloque (231).


Esta propuesta de una estructura internacional discontinua permite un movimiento “de afuera hacia adentro” para lograr que los Estados cumplan sus compromisos internacionales. Al menos en ese mínimo global que permitiría combatir, por ejemplo, la pobreza extrema (violencia por limitación) en el contexto económico, político y jurídico. El daño que se da en la condición de violencia por limitación no siempre es evidente, y es un daño colectivo que impide una vida digna. Una opción que cambiaría esta condición estructural es un sistema más justo de distribución. El Nunca Más como imperativo, implica concebir como intolerable la pobreza extrema, “[…] significa hacerse responsables por lo ocurrido y, sobre todo, del futuro, porque nada humano nos debe ser ajeno” (245). Se trata de una exigencia ético-política, dirigida a diversos actores a nivel internacional, para erradicar la violencia por limitación y el daño por privación. Para ello, debe intervenir el Estado, así como las instituciones internacionales, multinacionales, transnacionales y los individuos.


[…] el sentido ético del deseo de dejar atrás el tiempo de dolor y sufrimiento (una aspiración humana que puede ser intuitiva o a partir de la experiencia), así como construir una nueva realidad social, económica, jurídica, moral, política y cultural. Es una expresión que clama por deberes compartidos

y compatibles con la demanda de justicia

deberes humanitarios (248).


La posibilidad de disminuir los ataques y la impunidad de los crímenes contra la humanidad sigue siendo un reto pendiente en materia de Derecho Humanos, y un obstáculo enorme para el respeto de la dignidad de todas las personas sujetos de derecho. Sin duda la lucha contra los genocidios empieza por romper el silencio.


Fecha de recibido: 20/06/2021 Fecha de revisado: 17/07/2021 Fecha de aprobación: 25/07/2021