Francesca Randazzo Eisemann


Horizontes interpretativos de lo nacional


Resumen:

En esta artículo se examina cómo la memoria, configurada en el espacio y tiempo de lo nacional, permite dar significado, más allá de los límites del recuerdo, volver a dar forma a las vivencias en retrospectiva, completar vacíos, omitir elementos, o inclusive trabajar en la emancipación crítica del presente a través de la construcción del pasado.


Palabras clave: Nación, Honduras, Memoria, Historia.


Abstract:

This article examines how memory, configured in the space and time of the national, allows giving meaning, beyond the limits of memory, reshaping experiences in retrospect, filling in gaps, omitting elements, or even working in the critical emancipation of the present through the construction of the past.


Keywords: Nation, Honduras, Memory, History.


La nación, entendida como organización e interpretación de vivencias, experiencias, conocimientos, signos, es una forma de ser y estar en el mundo. Dentro de sus límites imaginarios (Anderson, 1994), el sentido se conforma a través de unos marcos de referencia interpretativos del presente a partir de esquemas del pasado (Schutz, 1993). Precisamente, es en el pasado en donde se evocan y revelan los significados nos dice Castoriadis (1975); pero “[...] el pasado sólo puede reconstruirse por la imaginación” (Ricoeur, 1987, 159). En esta ponencia, hablaré de cómo la memoria, configurada en el espacio y tiempo de lo nacional, permite dar significado, más allá de los límites del recuerdo, volver a dar forma a las vivencias en retrospectiva, completar vacíos, omitir elementos, o inclusive trabajar en la emancipación crítica del presente a través de la construcción del pasado.

En el sentido moderno, las naciones son creaciones bastante recientes, verdaderos talleres de experimentación, en donde es necesario no sólo inventariar sino también inventar, perfeccionar, renovar, dar continuamente sentido. Si bien la nación es una realidad dinámica, tiende a mostrarse como fija, permanente, inmutable. Esta es una herencia del historicismo del siglo XVIII; de Vico, Herder y Hamann, que creyeron en una coherencia interna y orgánica (Said, 1990, 151). No es sino a comienzos del siglo XIX que el pensamiento liberal trabajó en “la creación de una persona nacional dueña de sí misma” (Brading, 2002, 17), tal como bien lo explica en sus trabajos Thiesse (2001). Hobsbawm (1997) acota al respecto que los Estados inventan y construyen las naciones, y no lo contrario. Aunque predomine algo de la nación en su forma decimonónica, ésta continúa teniendo una

VOL. 2, No. 3: 125-129, Enero-Julio, 2021 / ISSN 2215.6089.


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profunda resonancia en las sociedades contemporáneas y predomina como forma de identificación y agrupación en la actualidad, a pesar de los múltiples enjeux que parecen estar poniéndola siempre, si no en jaque, al menos a prueba.

La nación como horizonte interpretativo, además de estar bajo la influencia de los sentidos oficialmente establecidos y legitimados, encuentra una “resonancia” somática en las mayorías; de otra forma no sería percibida como propia, de hecho no puede ser comprendida sino a través del uso de un círculo hermenéutico (Heelan, 1991). El proceso de formación identitario se nutre de imaginarios nacionales, es decir de esquemas que construyen y permiten percibir lo que se considera como realidad; en palabras de Pintos (2005) esquemas que resultan plausibles. Heidegger habla de pre-estructuras del entendimiento, las cuales ayudan a anticipar el sentido, como las ventanas de una casa: permiten acceder a lo que se encuentra del otro lado, conllevando necesariamente un drop out of consciousness (Heelan, 1982), es decir la pérdida de la consciencia del cristal a través del que se mira.

Tales prismas, incluso potentes pero sutiles prismáticos, operan dentro de la sociedad entendida como sistema de interpretación del mundo, gracias a la capacidad humana de comprensión, de dar sentido. Castoriadis (1975) considera la categoría de sentido como el lugar natural del imaginario. Cuando parte –como la nación– de sus mismas ideas para referenciarse, se le considera un imaginario social primario interdependiente de otra institución imaginada, el Estado. De esa medular unidad y congruencia entre lo político y lo nacional (Gellner, 1988) emergen imaginarios secundarios tales como emblemas patrios o la figura del ciudadano. Para Carretero (Coca et al., 2011), el imaginario social es un cemento colectivo que propicia la transformación de la multiplicidad en unidad, por lo que puede ser concebido como un «centro simbólico».

El imaginario social tiene que ver con las

«articulaciones de sentido últimas», dotando de

una sólida inteligibilidad a la totalidad del acontecer y de la praxis cotidiana, procurando una «homogeneidad de sentido» a lo social. Las significaciones imaginarias institucionalizadas cristalizan una percepción natural del mundo. Si la realidad es el contenido del mundo tal como está dado en su percepción, ésta tiene una primacía ontológica, epistémica, contextual y hermenéutica (Heelan, 1991).

La nación entendida como una esencia perceptual, es un horizonte, un proceso de construcción-del-mundo, que se vuelve realidad en el proceso mismo de su constitución. Desde el enfoque de un realismo hermenéutico (Heelan, 1982), se distinguen marcos de referencia que pueden ser incompatibles, pero también complementarios, los cuales pueden ser escogidos y usados dentro de una misma nación por distintas comunidades cognitivas y culturales con distintas relaciones causales, hermenéuticas, teóricas, y existenciales; por tanto, no se puede presumir que sus horizontes de experiencia conlleven a los mismos resultados. De allí parten las historias heterogéneas de pueblos rivales, las autoridades antagónicas y la tensa diferencia cultural (Bhabha, 2002).

La historia es una pieza axiomática de la nación; de hecho, la definición más utilizada -la de Stalin- apunta como eje transversal: “Una nación es una comunidad estable, fruto de la evolución histórica, de lengua, territorio, vida económica y composición psicológica que se manifiesta en una comunidad de cultura” (Hobsbawm, 1997, 13). La historia nacional da sentido al pasado a partir del presente, en un proceso donde la narrativa histórica, señala Husserl, transforma aquello que sabemos acerca del pasado en fenómenos históricos –que están en el presente y que no tienen una existencia previa, aunque sí, en cuanto reliquias con un potencial semiótico.

La narración da forma a lo informe, otorga un sentido, transforma hechos en historia dentro del orden de una hermenéutica existencial (Heelan, 1989). El lenguaje escrito es el sustento de una historia que evoca diferencias normativas entre comunidades del pasado y las nuestras. El

lenguaje habla del mundo: “Toda referencia es co-referencia, referencia dialógica o dialogal. [...] Lo que el lector recibe no sólo es el sentido de la obra, sino también, a través de éste, su referencia: la experiencia que ésta trae al lenguaje y, en último término, el mundo y su temporalidad que despliega ante ella” (Ricoeur, 1987, 154). De esa estructura pre-narrativa de la experiencia, Ricoeur habla de una prehistoria que proporciona un segundo plano -una imbricación viva de todas las historias vividas– a partir de donde las historias emergen conjuntamente al sujeto implicado –es decir, de algo así como de las tierras insondables del imaginario.

Lo nacional entonces ya no sería un dato, ni una construcción formal sensorial, sino una simetría entre una praxis perceptual y un objeto ligado a una red de relaciones semánticas (Heelan, 1991). Lo nacional sería el resultado de una escritura cotidiana que registra el advenimiento de lo memorable. Los pueblos “no son simples hechos históricos o parte de un cuerpo político patriótico. Son también una compleja estrategia retórica de referencia social” (Bhabha, 2002, 182). Se trata de reconocer que la acción social está delimitada por proyecciones de valor incorporadas por la experiencia que demanda narración.

El lenguaje literario asimismo permite hablar a la memoria, y sus referencias históricas son piezas de edificación de modelos culturales de toda una época (Bhabha, 2002). Por lo tanto, no es más que justo reconocer el tenaz esfuerzo de organización y significación del cual es capaz la literatura (Rama, 1984). Mediante estrategias de identificación cultural e interpelación discursiva, la nación se construye culturalmente también como narración en los sujetos inmanentes de relatos sociales y literarios, creándose una forma de afiliación grupal y textual (Bahbha, 2002).

La literatura nacional contribuye a la construcción de la realidad desde distintas perspectivas, a través de sus diferentes observaciones. Los textos literarios son planos que permiten pensar o soñar el espacio dentro de

un cierto orden ideal (Rama, 1984). Con esto, no pueden desdeñarse otras dimensiones, como la poética y pictórica (Bhabha, 2002). La poesía, al poblar simbólicamente el espacio, permite imaginar –por ejemplo– la geografía y volver significantes los lugares (Woolway, 1996).

Como referente de investigación, la novela, por otro lado, ha sido un espacio privilegiado para el estudio de las representaciones del imaginario nacional; de hecho, el papel nacionalizador de la novela en el siglo XIX ha sido abundantemente estudiado por Sommer (1991). Este no se estanca en este período pues en los años sesentas, resurge la fascinación por las novelas históricas de temática nacional, continuando la tradición del "boom" en busca de una identidad nacional estable (Browitt, 2002). Para Rama, (1984, 38) sólo la ciudad letrada “[…] es capaz de concebir, como pura especulación, la ciudad ideal, proyectarla antes de su existencia, conservarla más allá de su ejecución material, hacerla pervivir aun en pugna con las modificaciones sensibles que introduce sin cesar el hombre común”.

Justamente, el imaginario como principio de ensoñación capaz de subvertir la realidad institucionalizada es una fuente de posibilidades alternativas a la realidad socialmente dominante. De hecho, el estudio de los imaginarios sociales permite la posibilidad de hacer visibles en las sociedades, como sugería Bachelard, las posibilidades oníricas y poéticas que han sido enraizadas en las cosas (Carretero, 2006). Duvignaud (1986, 35-36) se pregunta “¿Qué transformación de la experiencia adquirida no se debe antes que nada a lo imaginario? ¿Qué cambio no ha sido formulado simbólicamente a través de una ficción? ¿Y qué ficción no se ha opuesto, si ha sido significativa, a la cultura en la que ha aparecido? No estamos hechos de repetición ni de formalismo, sino tejidos de la materia misma de nuestros sueños”.

Precisamente, además de comprobar los hechos, saber lo que fue y cómo fue, es necesario prestar atención a la forma cómo se representa la realidad nacional, cómo se entiende, cómo se imagina, cómo se empapa de sentido. Por un

lado, la memoria colectiva actúa como una hermenéutica del consenso. Por otro lado, se encuentra la significación social y búsqueda de la verdad conveniente, según el carácter acomodaticio de la memoria (Dittus, 2008).

De allí la importancia de las funciones del silencio, del olvido, de la exaltación, de la mitificación, de la resonancia de las historias no dichas. Bhabha (2002) invita a reconocer ese minus del origen, como ausencia de ciertos acontecimientos. Renan considera, de hecho, de fundamental importancia el error histórico en las conformaciones nacionales: “interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación” (Hobsbawm, 1997, 20).

La figura ambivalente de la nación no reside, únicamente en su historia transicional y su indeterminación conceptual, sino en que constituye un proceso abierto, no una serie de elementos fragmentados con los que se le identifica. La imaginación históricamente ha podido entrever otros mundos posibles y descubrir las variaciones en su seno mismo (Heelan, 1989). Cuando Ledrut hace énfasis en una función desequilibradora de lo imaginario, implica una realización y movilización de lo real, y paradójicamente está pensando en esta facultad creadora y ensoñadora de elaborar posibilidades confrontadas a la realidad establecida, inclusive de subversión del orden social (Carretero, 2006). “No hay nada predeterminado, sino producción de lo nuevo a partir de umbrales donde se concentra la fuerza del rompimiento y en cada nuevo instante se saldan cuentas con la historia” (Tischler, 2009, 40).

Si bien la nación se encuentra atrapada en la liminaridad discursiva a través de la cual es significada, el lenguaje escrito como construcción positiva de un imaginario nacional implica necesariamente la existencia de otras formas de entendimiento. Queda por buscar otros lugares, quizá en los sentidos y las prácticas residuales y emergentes (Williams, 1980), en las temporalidades disyuntivas (Tischler, 2004, 2005), en los márgenes de la experiencia contemporánea de la sociedad (Bhabha, 2002), pues la nación no se encuentra recluida en la

forma que le fue dada en el pasado, sino que es constantemente re-elaborada e inclusive reescrita.

Ni el pasado ni el futuro están cerrados, como suponemos. La conformación nacional no es un proceso acumulativo cuyos pasos permitirán algún día alcanzar un fin anhelado y usualmente llamado progreso o, en términos más contemporáneos, desarrollo. La nación está atravesada por relámpagos que iluminan temporalidades en la noche de su historia. Promesas, ideales irrealizados, pasado en deuda, nuevas traducciones de esos signos del pasado que viven en el presente a través de nuestras nuevas interpretaciones.

Referencias

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Fecha de recibido: 04/10/2020 Fecha de revisado: 25/02/2021 Fecha de aprobación: 25/03/2021