Ronulfo Alberto Vargas Campos

El poder del Ethos y la cosmovisión en la ocasión de la praxis


RESUMEN

Ethos y cosmovisión aluden a formas sedimentadas de consciencia que marcan la acción intersubjetiva. La determinación de ethos y cosmovisión sobre la praxis es compleja; está abierta a la autonomía subjetiva, porque cultiva el pensamiento y orienta la acción en el marco de posibilidades que hace visible.


Palabras Claves: Ethos, cosmovisión, percepción, cognición, acción.


Abstract: Ethos and worldview stand for sedimented forms of consciousness that induce intersubjective action. The determination of ethos and worldview on praxis is complex; it is open to subjective autonomy, because it cultivates thought and guides action within the framework of possibilities that it makes visible.


Keyswords: Ethos, worldview, perception, cognition, action.

  1. Introducción



    Autor/ Author

    Ronulfo Alberto Vargas Campos


    Recibido: 10/01/21 Aprobado: 10/03/21

    La cláusula concepción de mundo (o cosmovisión) traduce literalmente el sustantivo alemán Weltanschauung. Entre otras acepciones, el diccionario bilingüe menciona “ideología” e “intuición del mundo”. El concepto fue teorizado por Wilhelm Dilthey (1833-1911), quien lo concibió como una representación integral del mundo, que es producto de la “vivencia” o “experiencia de la vida” (Erlebnis): el bagaje experiencial que se acumula en el transcurso de la convivencia de una sociedad (Dilthey, 1974, 43). La concepción de mundo es el núcleo cultural de toda sociedad; está formada por experiencias históricas comunitarias, según decíamos, pero fundamentalmente por la asimilación intelectual y emocional de esas experiencias: se integra a partir de elementos empíricos, racionales, estéticos, religiosos, y revierte sobre ellos sistematizándolos.

    Por su origen y función -dar sentido a la experiencia social


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    cotidiana-, la cosmovisión no es estática, sino dinámica: está abierta a transformaciones ligadas a las relaciones intersubjetivas de los miembros que componen la sociedad que la cosmovisión se representa. Dilthey (1974, 65ss.) consideró que existían tres concepciones de mundo:


    1. El naturalismo materialista, consistente en representarse el mundo como materia y movimiento sujetos a fuerzas naturales, que podemos aprehender mediante experiencia y razón. Estos son los instrumentos de las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) a las que interesa la explicación causal (Erklären). Representantes de esta cosmovisión serían los atomistas clásicos, los mecanicistas modernos, los enciclopedistas y los positivistas.

    2. El idealismo objetivo, el cual se representa el mundo como efecto causado por un principio inmaterial trascendental, que nos es accesible a través de la razón comprensiva (Verstehen), propia de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften). Heráclito, los estoicos, Espinosa, Leibniz y Hegel son algunos de los intelectuales que teorizan desde esta cosmovisión.

    3. El idealismo de la libertad, o voluntarismo, que es la cosmovisión dualista en la que espíritu y naturaleza son realidades distintas. El mundo es creación de una voluntad espiritual. Los conflictos que se dan en él se generan por el antagonismo de las voluntades mortales. El platonismo, el neoplatonismo, el cristianismo, Kant, son algunos de sus representantes (Dilthey, 1974, 73).


    La concepción de mundo es una representación integral del mundo desde la cual la realidad aparece ante la conciencia como algo unitario y con sentido. Desde esa visión global somos capaces de totalizar o armonizar —dar sentido global— la diversidad de nuestra experiencia, sistematizarla, y orientarla prácticamente. Henri Lefébvre enfatiza el aspecto práctico o pragmático implicado en toda concepción

    de mundo, cuando define el concepto como:


    […] una visión de conjunto de la naturaleza y del hombre, una doctrina completa. En cierto sentido, una concepción del mundo representa lo que se denomina tradicionalmente una filosofía. Pero posee un sentido más amplio que la palabra “filosofía”. En primer lugar, toda concepción del mundo implica una acción, es decir, algo más que una “actitud filosófica”. Y esa acción existe inclusive cuando no es formulada y relacionada expresamente con la doctrina, cuando su conexión queda sin formular y no da lugar a un programa (Lefebvre, 1973, 6-7).

    La concepción de mundo lleva a la acción: es precondición de la acción. Pero la acción orientada por la cosmovisión, como indica Lefebvre, no es necesariamente una acción consciente, porque la cosmovisión no es inmediatamente consciente: es el pensamiento que nos hegemoniza, formado en el crisol de la Erlebnis que reproducimos inconscientemente en la cotidianeidad. Elaboraciones más perspicaces de la cosmovisión, como la ciencia y la filosofía, alcanzan niveles de conciencia que pueden conducir a la autoconciencia crítica de la cosmovisión, y tornarse entonces en recursos para su transformación -reiteramos, las cosmovisiones no son estáticas.

    Si la cosmovisión conduce a la acción, como su

    condición de posibilidad, la acción perfila el ethos, que es el uso habituado, que habitúa y, eventualmente, condiciona un hábitat. De la forma de ser a la que nos habituamos depende la calidad del entorno, que constituye nuestras propias condiciones de vida. La ética de Aristóteles es una disquisición en torno al ethos idóneo para hacer de la vida del hombre una vida humana. En esa dirección, desarrolla, asimismo, un análisis de ethoi alternativos que la envilecen

    -la sumen en condiciones infrahumanas. Ethos y cosmovisión son conceptos fundamentales para el entendimiento de la alternativa entre humanización y deshumanización. Procuraremos aportar, en lo que sigue, elementos para ese entendimiento.

  2. La coherencia entre el pensar, el decir, el hacer y el valorar


    Ethos, cosmovisión, paradigma, modelo, sistema, organización, son conceptos relativos a formas y estilos que condicionan relaciones de producción de las que depende la vida humana, porque esa producción consiste en producir medios de vida. Los términos del condicionamiento están definidos por la respectiva agencia, eficacia, génesis y desarrollo de esos conceptos, a saber, su historia, sus propias condiciones de emergencia y evolución. De ahí se siguen posibilidades entrópicas y teratogénicas: que en procesos sociales de producción dejen de producirse medios de vida al tiempo que comiencen a producirse medios de muerte; que formas y estilos que por generaciones han orientado la acción lleguen a determinar la extinción de recursos indispensables para la sustentación de la existencia. Para efectos de entender la relación entre el pensamiento, la acción y sus actuales consecuencias medioambientales críticas en sociedades contemporáneas, vamos a examinar la naturaleza de lo que consideramos son sus condicionantes.

    Una de las tesis principales del pensamiento

    mágico es que el pensamiento materializa la realidad, según el deseo o voluntad del pensador, mediante fórmulas lingüísticas acuñadas como conjuros a fuerzas superiores que, en connivencia con quien las invoca, transforman la materia1. Estas creencias justifican la acuñación de fórmulas populares del tenor del “¡abracadabra!” que, en tradiciones esotéricas, pretenden la concreción de los deseos. Como señalan Fierro Urrestra y otros (2003), el pensamiento mágico se estructura como sistema de pensamiento, y le compete, por tanto, una complejidad, que comprende la organización de percepciones, cogniciones, creencias y deseos, así como la expresión lingüística de estos elementos -la acuñación de fórmulas, rituales y cultos. Pero el pensamiento mágico es simplificador, fundamentalmente porque reduce la realidad material al pensamiento desiderativo y a la palabra omnipotente, a los que determina sobrenaturalmente. Por otra parte, la superstición

    de segunda mano -oferta y demanda mercantil de brujería, adivinación, horóscopos- es la expresión con que, según Adorno (2004), la sociedad industrial recupera y mediatiza el pensamiento mágico, es decir, a la tendencia simplificadora original, la industria moderna le enrostra al pensamiento mágico la simplificación de la mercancía. A la demanda social de materializar sueños -que parte de individuos material y culturalmente precarizados-el mercado ofrece la magia como mercancía.

    Ad litteram, pareciera absurda la pretensión de transformar la realidad mediante el pensamiento y la palabra, pero plausible si se hacen intervenir otras mediaciones como acciones eficaces al interior de instituciones, que contemplan pautas conductuales en función de metas y objetivos. En efecto, y al margen de la ideología del pensamiento mágico, el pensamiento sí transforma la realidad, puesto que el pensamiento humano es objetivo cuando contiene conocimiento (conceptos qua entia rationis) y objetivable, en realidades concretas, cuando se orienta intencional y prácticamente (práxis2 denomina la unidad de teoría y práctica (Sánchez Vázquez, 2003). La práctica (acción) está orientada por teoría (pensamiento), que transforma la materia, según los criterios teóricos o culturales del sujeto activo.

    La objetividad del conocimiento, como la

    del mundo real, no significa ausencia o exclusión del sujeto. La ciencia moderna gestó el ideal programático de la objetividad, entendiéndola como marginación sistemática del sujeto en la representación conceptual de los fenómenos, en lo que constituía una pretensión ilusa, fundada en una confusión entre la abstracción mental en tanto operación intelectual, y la alienación del sujeto en relación con su entorno, como si realmente no estuviera ni perteneciera al mismo contexto en el que determina sus objetos de conocimiento, ni que esa determinación afectara la propia representación objetiva. El ideal de objetividad sólo puede sostenerse aceptando, incluyendo e integrando el contenido subjetivo del conocimiento y de la realidad, según el entendimiento holista de que ningún ente es absoluto, sino expresión, momento,

    efecto y factor de una organización sistémica que emerge y se reproduce a partir de la interconexión dinámica de sus elementos.

    La teoría jurídica también recoge la dimensión transformadora del pensamiento y el lenguaje, a través del principio kantiano de la autonomía de la voluntad, según el cual la voluntad es el fundamento tanto de la norma moral como de la ley escrita:

    que la emisión del habla produce en su contexto, a partir de lo que induce). Austin lo expone con estas palabras:



    Del mero orden externo del Derecho era posible deducir, no su mayor laxitud como simple no-violación externa de artículos de la ley (en contraposición con el celo moral, de carácter positivo), sino, al contrario, su mayor rigidez. La libertad […] es limitada jurídicamente de modo puramente administrativo, es decir, heterónomamente, mientras que moralmente es limitada por la propia voluntad, es decir, autónomamente […] De acuerdo con ello, el Derecho es un «tener que ser» y la moral simplemente un ‘deber ser’; el Derecho es determinación ajena y autoritaria de la voluntad, con el fin de la coexistencia de varias voluntades, mientras que la moral es autodeterminación, y respeta a todo hombre como fin, no como medio. (Bloch, 1980, 235)

    La voluntad autónoma -el pensamiento en dimensión trascendental-, que se identifica con el imperativo categórico, dicta la acción que responde, ya sea al “deber ser” moral -cuando su ejercicio está determinado por la voluntad del actor en tanto sujeto trascendental-, o al “tener que ser” jurídico

    -cuando el ejercicio lo determina el legislador en calidad de sujeto trascendental.

    Asimismo, desde la teoría de los actos de habla de Austin y Searle, es posible dar sentido al carácter transformador de la palabra desde su naturaleza perlocutiva: hablar es una acción que tiene lugar en el mundo y que no lo deja indiferente. Decir algo (acto locutivo) implica más que una locución (emisión de contenido lingüístico); al decir, emitimos contenido lingüístico con el cual pretendemos causar un efecto en el interlocutor (acto ilocutivo); de toda emisión de contenido lingüístico se siguen consecuencias, sean estas las previstas en la intención del emisor u otras (acto perlocutivo: la alteración concreta

    En el acto de habla concurren tres dimensiones:

    […] decir algo producirá ciertas consecuencias o efectos sobre los sentimientos, pensamientos o acciones del auditorio, o de quien emite la expresión, o de otras personas. Y es posible que al decir algo lo hagamos con el propósito, intención o designio de producir tales efectos… Llamaremos a la realización de un acto de este tipo la realización de un acto perlocutivo o de una perlocución (Austin, 1990, 145).

    1) El acto locucionario, dimensión o significado locucionario (locutionary meaning), es la expresión de un enunciado con un significado determinado o contenido objetivo (sentido cognoscitivo: el acto locucionario remite a lo que se dice); 2) El acto ilocucionario (illocutionary meaning), dimensión o significado ilocucionario, remite a quien lo dice y al carácter lingüístico de lo que dice: Fulano ha emitido una proposición o recitado un poema o dictado una orden con las respectivas intenciones;

    3) el acto perlocucionario (perlocutionary meaning), dimensión o significado perlocucionario, se refiere a las consecuencias objetivas que la realización del acto de habla ha tenido sobre quienes lo han recibido. Una ilustración del significado de los actos de habla la hallamos en el primer informe del Club de Roma: Donella Meadows dio a conocer en 1972 su obra Los límites del crecimiento, por encargo de aquella institución. En ese informe, Meadows exponía que el modelo de producción orientado al crecimiento económico mediante la explotación intensiva de recursos naturales tenía por consecuencia el agotamiento de estos recursos que no eran renovables ni infinitos. De esta manera, las perspectivas de crecer infinitamente estaban basadas en la ilusión de que el crecimiento exponencial podía ser ilimitado porque se basaba en la explotación ilimitada de recursos naturales ilimitados. La emisión de este informe constituía un acto locutivo; su naturaleza de documento informativo, junto con las intenciones de generar

    ciertas consecuencias mediante su locución (consecuencias tales como información, pero a la vez formación, y también alarma, angustia, escepticismo) fueron el acto ilocutivo; el acto perlocutivo, las consecuencias efectivas que tuvo la locución sobre la realidad: la articulación de movimientos ecologistas como actores políticos emergentes.

    El sentido en que el pensamiento y la palabra influyen en la transformación de la realidad presupone la propia realidad de pensamiento y palabra, es decir, su comprensión en una realidad integral que incluye a los seres humanos, con sus medios e instrumentos cognitivos y materiales específicos. La ilusión de la transformación mágica surge cuando se asumen fuerzas que literalmente no son de este mundo, sino de una sobrenaturaleza que no admite contenido empírico en sus representaciones simbólicas que no son, de tal suerte, sino flatus vocis, como las denominaba Ockham. Tanto el discurso cotidiano como el teórico poseen un valor performativo puesto que modifican la realidad, en la medida en que discurso y realidad no son polos ontológicos opuestos: el discurso tiene lugar en y expresa la realidad. La exaltación idealista del poder de la palabra tiene su lugar más común en las esferas de la superstición de segunda mano, como denomina Adorno (2004) a las prácticas supersticiosas reconvertidas en industria, en el contexto del capitalismo tardío; pero la asignación al discurso de una facultad objetivadora se ha hecho presente en algunas teorías académicas, como por ejemplo, en la post estructuralista estadounidense Judith Butler (2004), quien extrema la tesis de que el sujeto es una construcción del lenguaje, por lo cual, en su constitución se produce una sujeción: nuestra misma existencia depende de la interpelación, y nuestra calidad de vida está supeditada al carácter de esa interpelación: ser llamados por otros nos convierte en lo que somos. Puesto que el nombre nos provee ser e identidad, estas categorías no son en absoluto ontológicas, sino convencionalmente lingüísticas. Butler procura escapar del esencialismo, mediante la premisa de que nada hay natural: si todo es construcción simbólica, la sujeción al

    lenguaje puede ser revertida a través del propio lenguaje, mediante actos de habla performativos, que transformen -construyan- una realidad distinta. Ese intento de emancipación, amparado al anti-esencialismo, incurre, no obstante, en una paradoja: eleva al discurso y la intencionalidad por encima del hablante, esto es: hipostasia el discurso, a manera de una fuerza autonomizada que ejerce poder sobre sujetos concretos. Avizora la posibilidad de que los sujetos apelen a esa fuerza con fines emancipatorios, pero, en definitiva, el lenguaje seguiría constituyendo a sujetos, bajo signo diferente. Es un dualismo idealista, que escinde al sujeto de la estructura lingüística, y otorga a esta las cualidades que en otras ontologías tuvo el principio

    dominante (las ideas, Dios, el Espíritu).

    En Austin, el lenguaje no flota por encima del hablante, porque no se trata de una estructura autonómica. El discurso tiene una emisión localizable en una intencionalidad subjetiva: el lenguaje no habla por sí mismo; siempre es alguien el que habla, expresando, con ello, un poder concreto, que se despliega a través de actos de habla. Pero si es alguien concreto quien emite actos de habla, entonces se le puede y debe pedir cuentas. De esto se sigue que las estructuras de dominación son sociohistóricas, materiales y concretas, porque la realidad es una sola. La imagen dicotómica de la realidad, tanto como su desarrollo en calidad de antagonismo social, es producto de una alienación que excede determinaciones lingüísticas.

    La elevación de ideas a ideales es el momento

    que determina la objetivación del sentido; la convivencia que se realiza cotidianamente a través de interacciones responde a valores que sirven a la comprensión del mundo como hábitat y espacio para la autorrealización. Los hechos que el pensamiento intenta aprehender son concreciones particulares de acciones que siguen intencionalidades condicionadas por valoraciones. El filósofo español Javier Echeverría ha generalizado la operación axiológica más allá del universo simbólico de la especie sapiens. Los valores son “funciones que aplican agentes individuales y colectivos a la hora de discernir lo que es bueno y malo para ellos.

    No hay bienes ni males sin sistemas de valores que permitan discernirlos como tales” (Echeverría, 2007, 18). Desde esta perspectiva, la valoración es una función vital que desarrollan todos los organismos en el transcurso de sus interacciones. “Bueno” es la valoración que los seres vivos hacen en relación con bienes -objetos concretos- que necesitan para conservarse y “malo” es la que hacen en relación con males que necesitan evitar. La propuesta de Echeverría en torno a una axiología naturalizada indica que el bien y el mal son discernibles para todo organismo viviente, de acuerdo con sus características y capacidades específicas.

    La relación entre ideas y hechos se ha

    interpretado de diversas maneras a lo largo de la tradición filosófica; las ontologías idealista y materialista, así como las epistemologías racionalista y empirista, en sus modalidades dualistas, pluralistas o monistas, han concentrado la problematización de esa relación. En general, tienden a absolutizar uno de los principios, relativizando el otro, en sentido subordinado. En perspectiva compleja, entre ideas y hechos, entre pensamiento y realidad, cabe establecer relaciones, sin prejuzgar que haya una determinación unilateral, o se trate de una oposición.


  3. El ethos como habituación a formas de pensar, decir, hacer y valorar


    Ethos y cosmovisión son nociones que se imbrican sin llegar a identificarse. Las cosmovisiones son sistemas o constelaciones de ideas, valores y representaciones generales mediante las cuales una sociedad organiza su percepción del entorno y establece criterios de interacción con él (Redfield, 1963). El ethos es uno de los elementos de la cosmovisión, que en sí mismo se dimensiona como un sistema: un conjunto dinámico y procesual de interacciones de pensamientos y prácticas intersubjetivas, cuyo núcleo lógico es una cosmovisión (Weltanschauung) o perspectiva paradigmática orientada específicamente a la organización de las representaciones de la moral, el deber, el bien o el buen vivir. Está ligado a una

    experiencia convivencial histórica y culturalmente sostenida. En su origen, esta experiencia es fundamental en relación con la comunidad que la vive, porque establece y sedimenta los modos, estilos, estrategias y proyectos que hacen posible su existencia. Ethos no remite a un espacio, sino a una continuidad temporal: un proceso de habituación. Es un modo estable y temporalmente persistente de ser que garantiza la conservación de la existencia.

    […] evidente que ninguna de las virtudes morales se origina en nosotros por naturaleza: en efecto, ninguna de las cosas que son por naturaleza se acostumbra a

    En el libro II de la Ética a Nicómaco, Aristóteles distingue entre virtudes intelectuales (dianoéticas) y morales (éticas), señalando que las primeras dependen del “aprendizaje”, que requiere de “experiencia y tiempo”, mientras que las virtudes morales dependen de “la costumbre”; de esta última, según el filósofo, aquellas virtudes han “tomado el nombre con una pequeña variación.” Alude a la homonimia entre éthos (éthos: hábitat), y êthos (êthos: hábito)3. El origen etimológico de la palabra “moral” radicaría en el “hábito”: “la moral,” (i.e. la virtud moral, ethiké arethé) “se origina a partir de la costumbre (éthos)” (Aristóteles, 2001, 75; 1103a16). Según José Luis Calvo Martínez, traductor de la Ética a Nicómaco, dicha etimología no es correcta. Asimismo, María Araujo y Julián Marías, traductores de la misma obra, en la edición del Centro de Estudios Constitucionales (Madrid, 1981), indican que “Aristóteles supone” que éthos es una “variación de éethos. Lo que interesa, para efectos de una teoría del ethos, no es la vinculación etimológica entre ambos homónimos, sino el ligamen conceptual que Aristóteles establece entre moral y costumbre, porque funda la teoría ética en una línea de investigación empírica, por cuanto en la determinación de contenidos morales hace intervenir la experiencia (hábito, costumbre): esto es, ideales, normas, valoraciones y acciones morales no son innatas, y se conciben sólo mediante prácticas humanas contextuales; las virtudes del carácter se aprenden y desarrollan mediante la experiencia de la costumbre:


    otro comportamiento. Por ejemplo, la piedra, que se dirige por naturaleza hacia abajo, nunca podría acostumbrarse a dirigirse hacia arriba ni, aunque uno tratara de acostumbrarla tirándola mil veces hacia arriba (Aristóteles, 2001,75; 1103a16).

    El ethos humaniza el entorno: le da forma humana a partir de incidir prácticamente en él contra su inmediatez natural. Esta incidencia depende de la acción eficaz (práxis) continuada y reiterada en el tiempo, hasta que se consolida como hábito. El núcleo del ethos (modo de ser) es la acción. En tanto que acción condensada, en el ethos está contenida la libertad, puesto que actúa un agente mediante deliberación (phronesine: sabiduría, prudencia) y contra la inclinación natural (physis y pathos). En la consolidación del ethos interviene entonces el sujeto convertido en factor auto-determinante que desarrolla, con autonomía, su forma, organización, e identidad. En tanto efecto y factor del comportamiento sociocultural, el ethos dimensiona al ser humano como fenómeno emergente y autopoiético, puesto que produce, a través de su acción, las condiciones de su propia existencia. La acción humana es siempre inter-acción, es decir, las expresiones “comportamiento” y “ser humano” remiten a constelaciones o haces de relaciones entre elementos que pueden ser individuos, grupos, objetos, procesos materiales e ideales. El ethos es carácter a la vez social e individual; individualiza, pero el proceso que forma individuos parte de una comunidad.

    El ethos es factor nuclear del proceso por

    medio del cual el pensamiento y la conducta humana se sistematizan en formas activas de vida, las cuales se expresan materialmente en su entorno y lo moldean con arreglo a expectativas y necesidades. La actividad desplegada en este proceso necesariamente transforma a su vez a sus agentes, esto es, a los seres humanos que ostentan pensamiento y conducta. Manifestaciones de esa transformación son las instituciones culturales, especialmente las formas históricas particulares que asumen estas instituciones en distintos entornos geográficos y temporales. En tanto mediaciones para

    el despliegue de esa actividad, dichas instituciones son decisivas en relación con aquellas expectativas y necesidades a las que responden; asimismo, en su tramitación, se ven transformadas. Pensamos en instituciones tales como la ciencia, la política y la ética, que marcan cánones y albergan prácticas para la consecución de objetivos societales. Los núcleos constitutivos de estas instituciones -conocimiento, poder y hábito- las orientan en dirección a sus intereses específicos: el discernimiento del entorno, su control y su habitación. Hacer del entorno un hábitat resume los imperativos a que responde la acción humana. La ética asume este imperativo, y consideramos necesario detenernos en el significado y alcances del núcleo propio que anima su presencia cultural e histórica: el hábito, carácter o ethos.

    Oscar Wilde, en su reflexión sobre la experiencia

    carcelaria (De profundis, 1905), afirma que “cada acción cotidiana hace y deshace el carácter” (Wilde, 1961, 1209), máxima que en su coyuntura era para el escritor motivo de angustia: implicaba asumir una responsabilidad inevitable por lo que se ha llegado a ser, a consecuencia de acciones propias. El carácter nos hace actuar, puesto que nos configura como agentes no simplemente reactivos, sino autónomos. Pero esa configuración transcurre en un proceso tensional entre la determinación externa y el impulso interno. Heráclito de Éfeso (535-484) expresa esa tensión en el fragmento 119 (Diels-Krantz): “el carácter del hombre es su destino” (éthos ánthropon daímon), también: “las costumbres del hombre son su demonio”). Este aforismo indica que el conjunto de nuestras experiencias y vivencias

    -el carácter- nos capacita para la acción: el destino

    en tanto proyecto o propósito final. Asimismo, indica que la causa de ese destino es el carácter de hombre, es decir, el propio agente de la acción, pero no a la manera de un individuo abstracto, sino de un sujeto cultural mediado por experiencias y vivencias institucionales. De estas determinaciones se sigue que la acción desplegada es la de un agente con autonomía relativa, esto es: la libertad se dirime en confrontación con las determinaciones del entorno. El mismo hecho fue explicitado por Karl Marx en 1852: “Los hombres hacen su propia historia, pero no

    la hacen a su voluntad, bajo condiciones elegidas por ellos mismos, sino bajo condiciones directamente existentes, dadas y heredadas” (Marx, 2012, 33).

    Si bien son las acciones, mediadas por la deliberación de un agente, lo que evidencia su autonomía -así como el peso moral de la responsabilidad-, Wilde comprende que el carácter (ethos) es factor determinante de los actos humanos, pero relativiza esa determinación a la vista de otros concomitantes. En la Balada de la cárcel de Reading (1898) expresa: “cada hombre mata lo que ama, unos lo hacen con una mirada de odio; otros, con palabras cariñosas; el cobarde, con un beso; ¡el hombre valiente con una espada!” (Wilde, 1961, 857) A su tesis anterior sobre la autonomía relativa de la praxis, Marx acota: “La tradición de todas las generaciones muertas gravita como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos” (Marx, 2012, 33). Anexas a las consideraciones racionales sobre la acción deseada o necesaria están las “condiciones dadas y heredadas”, tradiciones, costumbres, ideologías, instituciones que pautan conductas, y naturalmente la compulsión afectiva que inconscientemente conduce a hechos cuyas consecuencias suelen lamentarse. Esto significa que la autonomía del agente no puede ser sino relativa: la libertad absoluta es la ilusión del individuo abstracto que es causa de sí, sin más determinaciones.

    Una consideración de la autonomía humana

    inevitablemente contiene una reflexión acerca del bien y el mal, así como de la medida en que el sujeto autónomo es agente del mal. La idea del ser humano como actor protagónico de su existencia está presente en el fáustico “en el principio fue la acción” (Goethe, 1991, 80). Los idealistas y materialistas del siglo XIX coincidían en elevar al ser humano a la categoría de sujeto: agente autónomo productor de conocimiento, así como trasformador de la materia, a través de su praxis. Pero la concepción de la libertad humana, que tendía a absolutizarse en estas antropologías filosóficas, debía matizarse bajo la consideración de las condiciones reales en que los seres humanos viven y despliegan márgenes de acción.

    Sartre (2006, 37) ofreció una expresión

    truculenta a la constatación de que nuestras acciones pueden llevarnos al cadalso o a la muerte: “Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace.” En la tematización moderna de la libertad se manifiesta tanto la percepción optimista del ego racional que progresa infinitamente y se autorrealiza, como la aprehensión de quienes advierten que la autonomía de la acción no es abstracta, sino el concreto efecto final de no evidentes factores determinantes -el último de los cuales es el propio agente-, y a la vez factor causal de no siempre previsibles consecuencias. La autoría de los actos corresponde al agente, tanto como ego racional, como cuerpo sujeto a determinantes externos: los actos son síntesis concretas del conjunto de determinaciones. Por ende, hay una responsabilidad objetiva sobre los actos, en tanto que sin la intervención del agente no habrían llegado a darse. La conciencia de la libertad como condena es una manifestación del alcance subjetivo de esa responsabilidad.

    Los valores, conceptos e instituciones que

    forman la cultura no existen al margen de las relaciones sociales intersubjetivas ni de las condiciones materiales que las contextualizan. La acción humana, en su dimensión ética y política, responde a las demandas de conservación y mejoramiento de la existencia, en interacción con un entorno que comprende hechos e ideas: condiciones materiales de existencia, instituciones, tradiciones, usos y costumbres. El alcance práctico de la acción transforma el entorno con arreglo a esas demandas; también transforma al propio actor, según el principio de que el ser humano se autoproduce4. La autotransformación subjetiva afecta a hechos e ideas: el modo de ser y pensar, expresión que comprende el concepto de ethos, en tanto carácter. El carácter es un dispositivo, en el sentido en que Foucault se refiere a formaciones semánticas y actitudinales coherentes nucleadas desde los elementos heterogéneos que se

    encuentran en la vida cotidiana, y que emergen para responder a urgencias, esto es: disponen o direccionan significados, actitudes, percepciones e interacciones. El dispositivo es un conjunto dinámico de elementos heterogéneos ligados al saber y al poder: “discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas […]. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos” (Foucault, 1985, 128). El término fundamental para entender la función del dispositivo es red: se trata de la vinculación de estos elementos, con el propósito de proyectarlos hacia determinadas metas o “urgencias”, lo que da al dispositivo “una posición estratégica dominante” (Foucault, 1985, 129).

    El carácter es además una disposición, constituida

    por interacciones sociales sedimentadas durante generaciones. El ethos–carácter orienta un orden de existencia, tal como la costumbre hace la norma, o el hábito la virtud. Si bien es “el modo de ser”, no se trata de una esencia invariable. Determina la acción, pero no según presupuestos deterministas: como determinante de la acción, en el ethos intervienen tanto su constitución generacional, cuanto el impulso propio de la generación que actualmente lo sostiene y a la cual sostiene, por lo que el ethos se muestra como fuerza vital, que varía por influencia de nuevos elementos que ingresan a la comunidad (ideas, ideales, movimientos, y azar).

    De tal manera, en el ethos está comprendido

    el destino (Heráclito), pero asimismo la libertad, porque es una disposición autoconstituida y autoconstituyente, que capacita al individuo y al sistema social para interactuar con su entorno. Dicha interacción difiere cualitativamente de la que realizan las demás especies: la interacción mediada por el ethos forma o moldea un medio humano, que trasciende la sobrevivencia del presente para proyectar un futuro basado en valores y conceptos, esto es, una cosmovisión. Estos proyectos de sociedad se han concretado históricamente en comunidades que sostienen y realizan tales contenidos de cultura. Los sistemas

    sociales que se constituyen, como señalaba Marx, desde “condiciones existentes, dadas y heredadas”, se sostienen o se disuelven, de acuerdo con la naturaleza de las interacciones de dichos sistemas con sus entornos. Estos sistemas sociales son ecosistemas y sus respectivas cosmovisiones son ecosistémicas, cuando manifiestan capacidades autopoiéticas que favorecen su sostenibilidad.


  4. Percepción, cognición y acción


Fritjof Capra, en diversas obras -1992,18; 2009, 26; Wilber, 2008, 281-, ha expresado que la actual problemática ambiental, a la que determina como parte de una crisis global, tiene su núcleo en una “crisis de percepción.” Este juicio, que relaciona causalmente una actividad mental con una realidad material, recuerda el marco categorial del idealismo; particularmente, el pensamiento de George Berkeley (1685-1753), a quien Capra menciona, estima, y parece reivindicar. Berkeley, según la tradición filosófica (Ferrater, 1998), es un representante de la metafísica idealista y de la epistemología empirista, escuelas que, por su diversidad, no es posible reducir a enunciados generales. Más bien, operan como puntos de referencia para identificar estilos y métodos de pensamiento que divergen considerablemente si se examinan con minuciosidad. A Berkeley se le asocia con el idealismo inmaterialista porque en su metafísica estipula que Dios sólo ha dado existencia al yo y sus percepciones. Berkeley, obispo de la Iglesia Anglicana, disputó contra posturas epistemológicas como las de Descartes y Locke de consecuencias, según él, ateas y materialistas. “El Dios de los filósofos”, epíteto peyorativo acuñado por Pascal en su Memorial póstumo (Reale-Antiseri, 1988,1508, T.II), para aludir a un principio impersonal que servía de hipótesis ontológica y epistemológica, fue objeto también de la crítica del obispo Berkeley en tanto que estaba en el centro de aquellas posturas: desplazaba al “Dios de los profetas”. Su proyecto es apologético, en el sentido eclesiástico de defender y ensalzar los principios del cristianismo contra corrientes

heréticas.

Dios, en Locke y Descartes, es el principio creador que pone en marcha la máquina del universo, que, una vez creado, ni se confunde con su creador ni depende de él para funcionar, pues ya fueron establecidas las leyes naturales que lo gobiernan. El mundo es substancia material en ambos filósofos; está construido como un mecanismo que responde a fuerzas eficientes descritas, que son cognoscibles como leyes. Berkeley se opone rotundamente a esta cosmovisión materialista y mecanicista porque desplaza a Dios de la creación, al reiterar una ontología dualista en la que lo espiritual -Dios y el alma-, aunque nominalmente son principios superiores, en la práctica resultan indiferentes para el desenvolvimiento mundano. Por eso defiende el principio de que la materia no existe independientemente del espíritu que la percibe. Dios crea el mundo como una realidad espiritual e ideal, que existe porque su creador la aprehende en su pensamiento, como idea del mundo (esse est percipi). Esta creación de Dios consiste en “espíritus” (“substancias activas e incorruptibles”, en calidad de sujetos de la percepción) e “ideas” (“seres dependientes”: percepciones u objetos de la percepción) (Berkeley, 1985, 78). El espíritu (yo, mente, alma) identifica objetos mediante la percepción, de tal forma que estos objetos están en él como contenidos mentales, es decir, ideas, que son percepciones de entes sensibles; nada que no se halle como percepción en una mente tiene existencia concreta autónoma: no existe un mundo material exterior a la mente, ni existe la “materia” como principio metafísico abstracto imperceptible; no existen las abstracciones.

Berkeley rechaza una concepción dualista de la

realidad al considerar que no hay materia sin espíritu o mundo material independiente del percipiente, sino que los entes materiales son simultáneamente ideas en la mente de un percipiente que, si no es un espíritu finito es, entonces, Dios. Es un planteamiento monista cercano al que describe Espinosa: “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas” (Ética, Parte II, Prop. VII). Este monismo, en tanto que propuesta de un pensamiento integrador, es lo que

interesa a Capra cuando insiste en que debe verse una crisis de percepción en el fondo de la crisis global.

El estudio de la percepción involucra a la psicología y la epistemología. La percepción (perceptio: “recolección, cosecha”) es el proceso psíquico de aprehensión sensorial de información, que identifica objetos en el entorno. El proceso involucra estimulación física (visual, táctil, auditiva, etc.) de los órganos sensoriales, que es transmitida al cerebro, que la interpreta y articula como representación, de modo tal que los objetos físicos son asequibles en calidad de conceptos

-interpretaciones de estímulos sensoriales-, pero nunca en sí mismos, de modo tal que “la cosa en sí” no es sino una abstracción sin sentido: el objeto de la percepción incluye simultáneamente al sujeto percipiente.

[…] representaría una especie verdaderamente ingenua de dogmatismo suponer que existe una realidad absoluta de cosas que fuera la misma para todos los seres vivientes. La realidad no es una cosa única y homogénea; se halla inmensamente diversificada, poseyendo tantos esquemas y patrones diferentes cuantos diferentes organismos hay. Cada organismo es, por decirlo así, un ser monádico. Posee un mundo propio, por lo mismo que posee una experiencia peculiar. Los fenómenos que encontramos en la vida de una determinada especie biológica no son transferibles a otras especies. Las experiencias, y por lo tanto, las realidades, de dos organismos diferentes son inconmesurables entre sí. En el mundo de una mosca, dice Uexküll, encontramos sólo “cosas de mosca”, en el mundo de un erizo de mar encontramos sólo “cosas de erizo de mar” (Cassirer, 1986, 46).

La operación cognitiva de la percepción depende de la evolución de los órganos sensoriales, así como del sistema nervioso central, que condicionan la formación de representaciones; el mundo percibido es el mundo que podemos percibir en cuanto especie biológicamente capacitada para captar y procesar información del ambiente. La manera en que realizamos estos procesos es específica, como lo es para cualquier otra especie:

El modo, estilo y condicionamientos de la percepción humana nos representa una realidad que es y no es la misma para las especies que la habitan. No es la misma, porque su representación depende de la especificidad de sus organismos, que condicionan asimismo las formas de interacción con el ambiente. Sin embargo, es la misma, porque se trata de un ambiente cohabitado por el conjunto de especies que componen el ecosistema planetario. Naturalmente en esa cohabitación está incluido el homo sapiens.

Hay entonces, factores biológicos que condicionan la percepción, pero no sólo biológicos, sino además socioculturales: la percepción no es una simple aprehensión refleja de datos empíricos, sino que implica una interpretación de esos datos. Por ende, un bagaje cultural, lingüístico y experiencial que permita interpretarlos. Desde ese bagaje, la percepción humana se particulariza, no sólo en términos de especie biológica, sino de grupos y comunidades diferenciados por la historia y la geografía. Los indios Tarahumara de México usan una sola palabra para designar tanto el verde como el azul; los esquimales en Alaska, Canadá y Groenlandia usan veintidós palabras distintas para referirse al color blanco (Martínez, 2006), i.e., la cultura esquimal percibe (reconoce) diversas tonalidades de blanco; el color negro, en culturas occidentales, es asociado asimismo a experiencias macabras. Cada uno de estos casos indica una experiencia perceptiva distinta, en función del contexto y del bagaje cultural e histórico, a pesar de la misma configuración evolutiva del cerebro.

La experiencia e interpretación de datos

empíricos está condicionada por la biología y la cultura, sin que pueda establecerse algún primado de una sobre la otra, dado que la forma perceptual, como lo propone la psicología Gestalt, es una síntesis de operaciones e interacciones. La concepción de mundo -una particularidad de cada comunidad humana- es básica para determinar la percepción del mundo.

El uso que da Capra al concepto de percepción, cuando señala que la crisis ambiental está basada en una crisis de percepción, es metafórico: no

es la percepción como fenómeno psíquico ni como bagaje informativo para la elaboración de conceptos empíricos lo que está en ese núcleo, sino una perspectiva paradigmática (perspectiva y no percepción) que nos induce a ver, pensar y actuar en el mundo desde conceptos y patrones conductuales que reproducen un mundo preconcebido. Esos factores conductuales perpetúan prácticas que han puesto en crisis la sustentabilidad del sistema social. La “percepción” mencionada por Capra no consiste en la aprehensión sensorial de datos empíricos, sino en una imagen global (Gestalt) de lo que asumimos como realidad circundante; una imagen que se ha formado a partir de relaciones generacionales de producción y reproducción con el entorno. Es más, una concepción de mundo (Weltanschaung), puesto que una percepción del mundo ya presupone el marco categorial desde el cual es posible interpretar y conceptualizar: una Weltanschauung provee las valoraciones y categorías con las que interpreto en el mismo acto en que percibo. La valoración que Capra hace de Berkeley se funda en la anticipación crítica de una objetividad sin sujeto, que sería efecto ilusorio de sostener la autonomía absoluta del mundo material en relación con una igualmente absoluta autonomía del observador de ese mundo: ambos abstractos. El ideal de objetividad de la ciencia, desde la perspectiva que aísla al objeto de su observador subjetivo, lleva a la ilusión de que el conocimiento científico es absolutamente objetivo, porque en su producción se desplaza al sujeto.

El ethos y la cosmovisión plasman el carácter de

los procesos sociales en su actualidad y su devenir. La convivencia humana puede darse entonces como experiencia de humanización, a saber, enriquecimiento progresivo de la condición humana, o bien como deshumanización: deterioro, hasta el envilecimiento, de esa condición. El individualismo moderno alude a un ethos y una cosmovisión insostenibles porque desconoce la naturaleza social del sujeto humano. La autopercepción individualista es, para insistir con Aristóteles, un movimiento antinatural que no obstante es factible por algún tiempo aún indeterminado: a la piedra no se le puede acostumbrar a elevarse al cielo, pero al ser humano

sí se le pueden inducir pensamientos y actitudes que lo persuadan de ser un individuo desligado de la comunidad, con valoraciones estrictamente propias y acciones eminentemente egoístas. El mundo (es decir, un mundo: el occidental contemporáneo) puede soportar millones de individuos así persuadidos, pero estos individuos no lograrán soportarse indefinidamente a sí mismos en esa ilusión de individualidad autárquica. El ser humano no está solo ni puede estarlo; sus interacciones lo constituyen en su historia y cotidianeidad y pueden también destruirlo.


Notas


  1. Según Fierro Urresta y otros (2003), el pensamiento mágico es un sistema de creencias que funciona por analogías entre lo que se piensa, lo que se percibe y lo que se desea (magia homeopática, llamó James G. Frazer (1890) a este pensamiento analógico), y constituye una forma primaria y crucial de aprehensión cognoscitiva, no porque sus representaciones sean correctas, sino por lo que significa en términos de la evolución biológica del cerebro, que hace unos 60000 años hizo posible operaciones mentales como la analogía, la abstracción y la fantasía. No es tampoco un pensamiento privilegiado de culturas no civilizadas, sino una tendencia constante del psiquismo humano. La relación entre pensamiento, lenguaje y realidad, así como el poder creador de la palabra, en el contexto del pensamiento mágico, pueden ponderarse según lo que Fierro y otros explican como uno de los principios a que responde este pensamiento: “Los símbolos no sólo representan otras cosas o acciones, sino que pueden tomar las cualidades de lo que representan. Si una piedra representa a un dios poderoso y cruel, se le teme y reverencia no sólo al dios sino a la piedra misma. El ejemplo más interesante lo constituye la palabra. Si se enuncia la palabra muerte, ella misma puede acarrear el suceso temido. Los pensamientos cumplen un papel similar; con sólo pensar en la desgracia de un enemigo, está le sobreviene inexorablemente.”


  2. Sánchez Vázquez elabora en torno a la tesis aristotélica de que la práxis o acción (praxis) es la “forma de actividad específica” que caracteriza al sujeto humano en cuanto

    humano. “Actividad” en sentido amplio o general se refiere a un “acto o conjunto de actos”, emprendidos por un agente, que terminan modificando “una materia prima”, con independencia del contexto, motivo, razón de ser o efectos ulteriores que se sigan de esos actos. La práxis, específicamente, “se da cuando los actos dirigidos a un objeto para transformarlo se inician con un resultado ideal, o fin, y terminan con un resultado o producto efectivos, reales. En este caso, los actos no sólo se hallan determinados causalmente por un estado anterior que se ha dado efectivamente –determinación del pasado por el presente-, sino por algo que no tiene una existencia efectiva aún y que, sin embargo, determina y regula los diferentes actos antes de desembocar en un resultado real; o sea, la determinación no viene del pasado, sino del futuro” (Sánchez Vázquez, 1980, 154). La práxis no es entonces actividad simple, sino compleja, pues contiene pensamiento conceptual unido en calidad de teoría a una práctica correspondiente. La precisión permite entender que la teoría y la práctica pueden discurrir por separado, pero que sus respectivos efectos no modificarán la materia más que azarosamente, mientras que su articulación incrementa las condiciones de posibilidad para una modificación deseada. Atrás recordamos la definición que daba Weber a la acción (Handlung) como conducta intencional que prevé resultados. La voluntad del agente, que conscientemente se despliega en el mundo, configura la acción; por esas determinaciones, la acción difiere de otras clases de conducta. Desde otro marco teórico, este concepto se emparenta con el de la práxis.


  3. Según el Diccionario Griego-Español de Sebastián Yarza, Eethos tiene acepciones tales como “hábitat, residencia, carácter, modo de vida”, mientras que ethos es traducido como “hábito, uso, usanza, tradición”. Miguel Spinelli (2009) reseña que Eethos aparece en los poemas homéricos (siglo VII a.C.) con el significado de “modos genéricos de vivir”, que conforman eventualmente una “sabiduría”. Calvo Martínez (Aristóteles, 2001:37) explica que Heródoto (484-425) empleó Eethos por primera vez con el significado de “costumbre”, lo que le permitió a Aristóteles asociarlo con ethos (hábito), una palabra cuyo significado, según Spinelli, se remonta a Esquilo (525-456).

  4. En glosa al principio marxista, de vena hegeliana (vgr. Fenomenología del espíritu, cap. 4: “señorío y servidumbre”), que Engels formula como: «El trabajo creó al hombre», Hanna Arendt explica los alcances de esta actividad productiva específicamente humana: “significa, primero, que el trabajo y no Dios creó al hombre; segundo, significa que el hombre, en la medida en que es humano, se crea a sí mismo, que su humanidad es el resultado de su propia actividad; tercero, significa que lo que distingue al hombre del animal, su diflerentia specifica, no es la razón sino el trabajo, que no es un animal rationale, sino un animal laborans; cuarto, significa que no es la razón, hasta entonces el atributo máximo del hombre, sino el trabajo, la actividad humana tradicionalmente más despreciada, lo que contiene la humanidad del hombre” (Arendt, 1996:28). De tal forma, el trabajo en tanto particular expresión de la práxis, se dimensiona como la específica actividad autopoiética de los sistemas socioculturales, ya que esta actividad está en la base de la antropogénesis, como la condición necesaria para que la especie sapiens supere constreñimientos biológicos e instituya la cultura, que es la constelación institucional desde la que el ser humano, como mencionamos antes, “trasciende en conocimiento y poder por encima de especies que, en condiciones naturales, serían depredadores incontestables.” Jürgen Habermas (1992, 199-200) acepta la dimensión antropológica autoproductiva del trabajo, pero agrega que la interacción intersubjetiva, como la que ocurre en los procesos de comunicación en el lenguaje ordinario, es una dimensión complementariamente antropogénica, pues provee el sentido que valora la vida como vida buena, algo que no se encuentra inmediatamente en el trabajo, que es actividad instrumental con arreglo a fines, que se emplaza en el contexto del sistema. La comunicación, que es acción racional con arreglo a valores, en cambio, se ejerce directamente en el mundo de la vida, y aporta el sentido, valor o razón de ser de toda actividad humana.


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